19 agosto, 2010

Soledad

Miércoles, 18 de agosto de 2010

Quien diga que no tiene miedo a la soledad, miente descaradamente. Quien diga que está encantado de estar absolutamente solo es un embustero.

El ser humano es social por naturaleza, busca relacionarse con iguales y, además, nuestra complejidad intrínseca desde que conseguimos (por puro azar, claro) un pulgar oponible hace que además nos compliquemos aún más. Buscamos quien satisfaga nuestras necesidades, carencias y lagunas para sentirnos plenos, superiores o protegidos. Podemos llamarlos amigos o simplemente conocidos. Pero necesitamos gente para ser felices.

Y antes o después aparece una persona especial. Pareja, relación, novio/a... Se puede empezar con la bucólica imagen del romanticismo decimonónico o bien con un apasionado polvazo en la esquina más sórdida de la ciudad. Esa persona se convierte en algo importante en nuestra vida y se consolida algo a lo que vamos dando forma día a día.

Pero cuando la situación empieza a complicarse y no todo es tan perfecto como desearíamos, aparece el salvaje instinto de autoconservación y nos agarramos a un clavo ardiendo como si en ello nos fuera la vida.

 

hierro rojo

 

Hay quien ignora el dolor y mantiene su presa apretando los dientes, aceptando condiciones y sufriendo su propia tortura para evitar soltarse. Se contienen las lágrimas y se sonríe de cara a la galería para fingir que no pasa nada, que estamos bien y todo sigue como siempre. La quemadura acaba llegando hasta el hueso y los daños terminan siendo irreparables. Muchas veces clavo y mano se quedan adheridos a tal nivel que aunque quisieran, ya no podrían separarse sin tener que amputar parte del uno o del otro.

Los hay más valientes, o más rápidos, o más listos, o menos apegados... Sueltan cuando consideran que no pueden/deben sufrir más y pueden mirar la palma de su mano, con los verrugones palpitantes por el dolor. Un dolor que puede calmarse con analgésicos, que puede ignorarse a ratos, pero que sigue ahí donde dejó cicatrices que no sanarán del todo. Serán mudos recordatorios de un pasado más o menos feliz.


¿Y después? Tras el habitual duelo se vuelve a la vida, a relacionarse con el mundo y con uno mismo. Y a ser de nuevo consciente de la soledad no tanto física como del alma. Volvemos a caminar solos y antes o después sentimos la ansiedad de volver a satisfecer nuestras necesidades, carencias y lagunas. Y aparece una persona especial...

Y por más que lo neguemos ante los demás, que nos digamos a nosotros mismos que no estamos preparados, que aún duele, que no caeremos en los mismos errores... Nos agarramos a otro clavo, tal vez más tibio, tal vez igual de candente. Pero el recordatorio de ese dolor pasado nos hace sentirnos vivos y templa el pequeño cascarón que se había congelado dentro de nuestro pecho.

La soledad es un asco. Pero siempre estamos un poco solos.

Soledad