07 junio, 2010

El comerciante de aromas

Domingo, 6 de junio de 2010

El joven vampiro entró en la tienda cuando estaban a punto de cerrar. No había anochecido hacía mucho, pero merecía la pena "madrugar" para acudir a un establecimiento que le habían recomendado tan insistentemente. Se encontraba en una de las zonas más empobrecidas de la ciudad, en un local pequeño y poco iluminado con un escaparate que apenas tenía publicidad sobre los productos con los que comerciaba. Las sucias paredes de madera eran testigos mudos del paso de los años sin que hubieran mostrado su brillante esplendor desde años atrás. Las desvencijadas estanterías daban la impresión de estar a punto de caerse, cuajadas de frascos, botellines, muestras secas y esencias. Para ser una perfumería artesanal, la primera impresión aromática era impactante, como si una alfombra húmeda se desenrollara a los pies del cliente. Una alfombra húmeda y putrefacta, sin duda.

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El mostrador estaba vacío y sólo una lámpara de estilo barroco intentaba alejar las sombras cambiantes con una bombilla que parpadeaba con cada paso que se daba. Una buena señal de que alguien había entrado o como alarma contra intrusos indeseados, era evidente. Silencioso como un fantasma, un arrugado anciano salió de una puerta lateral con una sonrisa desdentada. Su encorvado cuerpo se reducía a un pellejo pegado a unos cuantos huesos y cubiertos con una apolillada bata de franela que tal vez en su momento tuvo un color parecido al granate. Se frotaba las manos como si ya hubiese cerrado un sustancioso trato y de vez en cuando aspiraba aire por su ganchuda nariz con suficiente ruido como para despertar a medio vecindario.

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-Sé a qué has venido, dijo el anciano sin mediar saludo alguno. Todos los de tu calaña venís por lo mismo.

-No sé de qué me... Intentó explicarse el vampiro.

- Se os huele. Lleváis el aroma de la tumba allí donde vais. No es que me moleste especialmente, pero es inconfundible. Y venís para encontrar una forma de tapar ese olor para los demás y para vosotros mismos.

Dicho esto desapareció por la puerta por la que había entrado y a los pocos segundos volvió portando una extraña caja en las manos. Parecía de madera envejecida y tenía adornos de metal labrado formando extraños signos cabalísticos. Runas de protección o meros adornos, pero el trabajo era exquisito. Tras murmurar por lo bajo y usar una pequeña llave que desapareció en un bolsillo interior de su bata, el anciano abrió el pequeño cofre y dejó al descubierto una colección de viales cerrados con tapones de corcho encerado. Eligió uno y lo destapó ofreciéndoselo a su cliente.

-No huelas sólo con esa nariz paliducha y fría que tienes. Huele con intensidad. Huele de verdad. Déjate llevar.

El vampiro abrió con cuidado el frasquito y agudizó sus sentidos hasta el límite. Pronto sus fosas nasales se llenaron de detalles perceptibles sólo para los animales mejor entrenados, pero hubo un aroma que comenzó a absorber al resto y en pocos segundos dominó la pituitaria del no-muerto. La intensidad fue tal que dio un paso hacia atrás para no caerse y sin darse cuenta fue transportado a un mundo de sensaciones provocadas por su cerebro hiper-excitado.

Sintió cómo su cuerpo flotaba en un vacío infinito al que acudían sus recuerdos más enterrados. Vio una sonrisa blanca en unos labios carnosos que se acercaban a su boca. Como el famoso gato de Alicia, fue apareciendo un cuerpo que se fundió con el suyo y le provocó espasmos de placer. Tenía el pelo largo, o tal vez una coleta, o quizás unas rastas, pero el calor de su piel atrajo sensaciones que no notaba desde estaba vivo. Un par de manos buscaban su cuerpo y la memoria de un beso cálido burbujeaba en sus labios.

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Poco después acudió otro aroma que reemplazó al anterior, posiblemente debido a que había sido abierta otra esencia del comerciante. Esta vez no había vacío sino luz, destellos que saturaban la visión y traían el recuerdo de lirios, o tal vez lilas, o quizás alguna otra flor. Era una arquitectura efímera que maravillaba con sus arcos que se transformaban en puentes, ventanas, puertas o edificios completos. Las palpitaciones recorrían el cuerpo como un virus, extendiéndose para renovar los apergaminados vasos sanguíneos. Un destello verde fue la despedida que marcó el viraje final a otro frasco descorchado.

Esta vez era una mezcla de antagonistas. Frutas tropicales, selváticas, se entremezclaban con el frío de los círculos polares. Había serenidad sincera, pero también ansiedad contenida. El flujo de sensaciones se sobreponía continuamente haciendo la variación interesante además de atrayente. Un seco músculo comenzó a palpitar en el pecho del vampiro, al principio con dolorosa parsimonia pero llegando a un ritmo endiablado que quemaba como el fuego.

-Otro... Dame otro..., consiguió decir roncamente cuando la última esencia comenzó a desvanecerse.

-Es suficiente, dijo el vendedor de perfumes. Esto es lo que queréis los de tu calaña, volver a sentiros vivos y más los de tu familia, que os perdéis en la belleza de cualquier tontería. No, no hay más para ti, ya eres bastante adicto a los recuerdos.

-¡¡DAME MÁS!!

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El grito fue un rugido casi animal, con la Bestia a punto de soltarse de sus cadenas exigiendo la satisfacción de su deseo. Pero el comerciante tenía siempre un as en la manga y con un gesto rápido lanzó uno de los frasquitos al suelo. Las fosas nasales del vampiro lo reconocieron al instante. Sangre. Pero el aroma era peor aún que los anteriores. Sugería una vida joven y pulsante, arterias cargadas de vitae cálida y viscosa, un cuello al descubierto, una presa dispuesta para el sacrificio, el placer más perverso de los que habían vendido su alma para alcanzar la inmortalidad. La Bestia se volvió loca ante semejante sobrecarga de los sentidos y perdió completamente el control. El ataque de furia incontrolable destrozó mobiliario, estanterías, botellas de cristal, diseminó flores secas y jabones enmohecidos. El caos duró sólo unos minutos, el tiempo que tardó el vampiro en serenarse y volver a atar a la Bestia en el oscuro rincón donde solía estar. Sin embargo quien no estaba allí era el anciano, que había desaparecido con su cofre de las esencias. Aprovechando el ataque furibundo se había escabullido con su valioso tesoro. Y tal vez para siempre.

El joven vampiro salió de la tienda donde empezaba a fraguarse un pequeño incendio. Con la cantidad de alcoholes y madera carcomida del local, no tardaría en convertirse en pasto de las llamas. Era lo mejor, aquellas fragancias podían despertar recuerdos demasiado dolorosos pero también placenteros como para que cualquier débil neonato lo soportara. Y luego era muy desagradable limpiar los restos. Mejor así. Mejor cristalizarlo en la memoria y tirar la llave de la celda para siempre.

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1 comentario:

Sufur dijo...

Así que así empezó lo del Windsor... quién lo diría :-P