09 diciembre, 2010

Sentidos

Jueves, 9 de diciembre de 2010

Un día mis sentidos se reunieron tras un tiempo actuando cada uno por su cuenta. Debían discutir la última experiencia vivida dado que el cerebro había convocado una reunión de urgencia a la altura de las cervicales. Ninguno de ellos sabía para qué se convocaba, pero todos tenían algo que explicar. Uno a uno fueron haciéndolo.

La vista comenzó porque bien es sabido lo rápido que es un parpadeo y lo mucho que puede decir. No imaginaréis lo que ocurrió, explicó. Las pupilas se dilataron sin razón aparente y una imagen de lo más extraña se formó en la retina. Aquel cuerpo desnudo estaba más cerca de lo habitual, casi pegado a nosotros. Los detalles de su rostro eran tan evidentes, tan hermosos y tan atrayentes que no pudimos desviarnos salvo para investigar otros recovecos de su anatomía. La curva de su espalda, el vello de sus piernas, el arco de sus pies... ¡Fue imposible ordenar a los ojos apartar la mirada!

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El olfato hizo uso de su habilidad para meter las narices donde no debe y continuó. Mi caso es más complejo, comenzó. Cuando los primeros efluvios llegaron a las fosas nasales, supimos que habíamos perdido una batalla. El aroma tenía tintes casi olvidados de algún perfume de buena marca, de los elegantes pero discretos. Sin embargo, a un nivel más profundo, se había comenzado a formar un toque de pasión acumulada. El olor corporal se sumó al nuestro y formó una amalgama que provocó que se enviaran señales de lo más evidente a las distintas partes del cuerpo. Era profundo, masculino y embriagador. Hasta ahora, era la primera vez que nos encontramos con algo semejante.

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El gusto, siempre tan refinado, optó por participar también. Nada es comparable con lo que ocurrió en mi ámbito de actuación, y su tono denotaba cierta superioridad. Los besos fueron profundos y significativos, sin apenas separación entre uno y otro. De hecho, había una sensación como de necesidad, de ansiedad. Pero he de reconocer que no hubo nada como el momento en el que la lengua recorrió buena parte de ese cuerpo ajeno a nosotros. Surcamos el cuello de lado a lado, ayudándonos de los labios como si fueran orugas recorriendo una hoja fresca, bajamos hacia la clavícula deteniéndonos en un punto concreto detrás del músculo trapecio, descendimos por el costado notando cómo la piel se retorcía y erizaba. El sabor que aún mantenemos es salado pero dulce a la vez, con el toque ácido que caracteriza este tipo de situaciones. Sin embargo, ha saturado nuestro paladar de un modo inconcebible.

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El oído, atento a todo cuanto se describía, decidió que era su momento. Por los oídos también se detectó algo curioso, dejó caer. Las palabras que se susurraban en el pabellón auditivo se hacían entre susurros cargados de intención, decorando nuestro nombre con palabras muy significativas y descriptivas. Se colaron hasta el tímpano y reverberaron por todo el organismo haciendo que el sentido del equilibrio equivocara la disposición de “arriba” y “abajo”. Captamos también los gemidos, cálidos como una hoguera y sugerentes como una promesa. Notamos los latidos de un corazón distinto al nuestro. ¿Qué puede significar esto?

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El tacto, siempre cuidadoso, quedó en último lugar. No voy a desmerecer lo que nos contáis, adelantó, pero mi experiencia ha sobrepasado los umbrales a los que estamos acostumbrados. Los dedos han rozado una piel que nos ha resultado suave como el terciopelo, recorriendo centímetros y más centímetros sin descanso. Era casi adictivo y nos deleitamos en ello. Y puedo asegurar que exploraron cada superficie disponible. Pero, cómo explicaros, los receptores de calor se volvieron locos al sentir un abrazo tan apasionado, unas caricias tan delicadas, una distancia tan mínima con otra persona... Tuvimos que poner a máximo rendimiento las glándulas sudoríparas para compensarlo, exigimos un esfuerzo extra al corazón para que bombeara más sangre y aún así ese calor nos seguía consumiendo. Nunca nos había ocurrido. ¿A qué nos estamos enfrentando?

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Los cinco sentidos se giraron hacia el cerebro, que presidía la reunión para coordinar y dar lógica a las situaciones que requirieran algo de raciocinio. Sin embargo, parecía que el órgano pensador se encontraba en uno de sus típicos ensimismamientos, en los que se evadía de la realidad para sumergirse en un mundo de recuerdos y sueños que sólo él conocía. Tras unos instantes de supuesta meditación se dirigió a los sentidos de forma concisa y breve. No puedo explicaros qué nos ha ocurrido, mis sentidos. Por más que proceso la memoria no puedo encontrar una sola neurona que posea un ápice de información que nos ayude. Recogí las señales que me enviasteis e hice lo que pude con las emociones y reacciones, pero sólo puedo deciros lo que desde entonces llevo dando vueltas entre el hipotálamo y la glándula pituitaria. Esa idea es: OTRA VEZ.

01 diciembre, 2010

Epílogo de un cuento

 

Martes, 30 de noviembre de 2010

(Este epílogo no tiene mucho sentido si no se conoce el cuento que yo suelo llamar “el granjero y el gorrión”, que es una adaptación muy libre de uno de Oscar Wilde")

… y cuando el granjero abrió las manos frente a la princesa, se veía que en una llevaba la solicitada rosa roja y, en la otra, un gorrión muerto.

¡Y seguro que la princesa se quedó mirando con cara de asco! La muy zorra no tenía ni puñetera idea del sacrificio que había costado su pueril capricho. No, ella quería una rosa roja en invierno, pero aquel pájaro muerto… Claro, demasiado elegante para entenderlo, demasiado acostumbrada al oropel y a las perlas. Era un maloliente granjero quien le traía la rosa roja, no el apuesto príncipe en el brioso corcel.

Los sollozos del granjero no dejaban de agitarle el pecho, pero la princesita tuvo los santos cojones de alzar aún más la barbilla y ordenar que echaran de palacio a aquel pobretón. ¿Para qué iba a preguntar a qué venía el pichón muerto? ¿Cómo iba ella, tan digna, tan sublime, a casarse con aquel muerto de hambre? No, no, no. Haría que lo decapitaran o algo así. Que desapareciera de su vista, que lo expulsaran del reino. Así sería como si no hubiera ocurrido nunca.

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Además, ¿qué era esa asquerosa mancha que había quedado en la alfombra del Gran Salón? De un puntapié hizo que un guardia la examinara y tuvieron el valor de decirle que era sangre. ¡Sangre! Ese paleto de provincias había estropeado uno de los mejores regalos de un reino cercano. Tendría que hacerle decapitar allí mismo, para que todos entendieran que no se ensucian las cosas de la princesa. Ese bobalicón sollozante no sería un problema a partir de entonces. ¡Ella era una princesa, por el amor de Dios!

Salió de allí acompañada del revoloteo de sus damas de honor, tan horrorizadas como ella por la dantesca escena. En un ataque de ira destrozó el dibujo que estaba bordando, rompió dos o tres espejos al tirarles jarrones de incalculable valor y desgarró sus vestidos de seda cuando empezó a rozar la histeria. Acabó llorando desconsoladamente en un cama con dosel de tules y echó a golpes a sus doncellas para poder sentirse tan desgraciada y tan sola. Ella quería al príncipe que se había imaginado, no a ese desgraciado que se había reído de ella con esa rosa falsa y ese animal muerto.

 

Los guardias se apiadaron del granjero y simplemente le echaron del palacio diciéndole que no se acercara nunca más allí. El joven emprendió el largo camino a su casa con el corazón roto por el dolor y el desengaño. Cuando llegó a su casa, preparó una pequeña tumba donde depositó a su buen amigo el gorrión junto con la rosa, que aún se conservaba fresca y goteaba alguna gota de sangre tibia. Hubiese querido enterrar su corazón, pero lamentablemente lo necesitaba para seguir viviendo.

arrancar el corazon

Dicen que se volvió el hombre más triste del pueblo, que nunca volvió a sonreír, que se dedicó únicamente a cultivar rosas rojas, incluso en invierno. Dicen que cuando lo encontraron ahorcado, sólo había dejado una nota pidiendo que sus cenizas fueran esparcidas sobre la tumba de su buen amigo el gorrión.

No le hicieron caso, fue enterrado en el cementerio del pueblo en una ceremonia discreta y sencilla.