13 enero, 2008

Cena para dos

Domingo, 13 de enero de 2008

Llego a la puerta del restaurante y me permito un par de segundos para recuperar el aliento. Desde la parada del autobús he venido corriendo para intentar llegar a tiempo, así que mi respiración está agitada por el esfuerzo extra de llegar corriendo. O eso quiero creer, porque cuando me recupero, sigo teniendo el corazón acelerado y los nervios a flor de piel. Entro a la calidez del local y un camarero me pregunta por mi reserva. Doy tu nombre y me dirige hacia una esquina apartada, donde se oyen menos conversaciones de otros clientes y una mesa iluminada con velas me espera. Tú ya estás sentado, probablemente desde hace un rato, ya que llego tarde. Y además imagino que esta vez habrás llegado incluso un poco antes. Sonrío y pido disculpas por el retraso mientras me quito el abrigo, pero ya me conoces y sabías que no llegaría a la hora convenida. Y también sonríes y me dices que has encargado los entrantes mientras esperabas. Según me siento, me sirves vino blanco en una copa, para brindar, explicas. Elevamos las copas y nos miramos a los ojos, ambos esperando que sea el otro quien diga las palabras adecuadas. Tú. No, tú. Finalmente rompo el momento y digo lo que suelo decir siempre: "por nosotros". Bebemos un pequeño sorbo y el camarero aparece con las ensaladas. En la cena, como entre nosotros, los entrantes sólo son una forma de prepararse para lo que está por venir más tarde. Hablamos de cómo ha ido el día en el trabajo, de nuestros compañeros, de otros asuntos banales que podríamos comentar con cualquiera. Pero nuestras miradas son diferentes. A la luz de las velas juraría que tus ojos brillan como piedras preciosas, aunque tal vez sea lo que yo quiera ver. Nunca te había visto tan radiante y se nota que te has esmerado para esta noche. Me siento desarreglado y con la ropa tan mal elegida que de pronto me recorre la espalda un escalofrío con mis habituales miedos y paranoias. Al verme tenso me sonríes de nuevo y sueltas el tenedor para acariciarme la mano. Ese gesto me dice que no debo temer nada, que todo está siendo y va a ser perfecto. Y la comida continúa según van llegando platos y nos retiran los que hemos usado.


En la carne no puedo resistirme más y, dado que la mesa evita que me lance a besarte, rozo tu tobillo con mi zapato por debajo de la mesa. Te sobresaltas de un modo muy divertido y me río del susto que te has llevado, pero no dejo de rozarte. Subo poco a poco y tu mirada me dice que pare, aunque estás deseando que siga. Yo, pícaro, no me detengo y sigo subiendo hasta tu entrepierna, donde sé que mi artimaña está surtiendo el efecto deseado. Es suficiente y retiro el pie, para que puedas relajarte. Curiosamente el camarero ya está al lado de nuestra mesa con los postres, crêpe de dulce de leche para mí y tarta de queso para ti, pero parece que no te convence demasiado. Mejor, te digo, así tendré que dejarte buen sabor de boca luego.

Salimos del restaurante y llueve, cómo no. Has sido más precavido que yo y has traído un paraguas, con lo que te cojo del brazo y me pego a ti lo más posible para no llegar hecho una sopa hasta la parada de taxis. El romántico paseo que teníamos previsto tendremos que dejarlo para otro día, pero eso no hace sino acelerar el momento que ambos esperamos. Por eso tal vez se nos hace tan corto el viaje, mirando por la ventanilla la ciudad con sus luces pasando a toda velocidad, los semáforos cambiando de color en dulce armonía... Nuestras manos están entrelazadas aunque no somos conscientes de cuándo las hemos juntado. Probablemente lo habremos hecho sin pensar, nuestros subconscientes unidos en armonía cósmica, podría decirse de un modo un tanto recargado. Nos miramos al darnos cuenta del detalle, un momento de intimidad en el que no es necesario decirse nada. Esta vez no me reprimo y me lanzo a tus labios para besarte con todas las ganas que tenía acumuladas. Desearía que el beso no acabara nunca, pero me separas con cuidado cuando el taxi frena.

Me cuesta acertar con la llave del portal pero consigo entrar mientras me sigues bien pegado, abrazándome por detrás para que no me olvide de que estás ahí, conmigo, besándome la nuca. El ascensor tarda muy poco en llegar y las puertas se abren mientras estamos fundidos de nuevo, boca con boca y así entramos. Tus manos recorren mi espalda bajo el abrigo mientras yo recorro los botones y aprieto de memoria el de nuestro piso. Por suerte la siguiente cerradura se te resiste menos a ti, aunque soy yo el que pone impedimentos al no dejar las manos quietas buscando el cierre de tu cinturón. Y ya dentro me dejo llevar por la vorágine de sentimientos y sensaciones reprimidas durante tanto tiempo. Sólo tengo retazos de nuestras manos desnudándonos y dejando caer la ropa por el pasillo. El roce de mis dedos en las suave piel de tu costado y tu lengua marcando la línea de mi columna vertebral. La suavidad de tu ropa interior, mi favorita. Calor, sudor, tu olor sobre mi cuerpo. Y de fondo suena Andrés Lewin con una de mis canciones favoritas, como bien sabes.

"... yo soy el premio que has ganado por ser tú y tú turú tutú eres el premio que he ganado por ser yo. Cuando nos conocimos ganamos los dos..."

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pero qué bonito

Robin Shilvadin dijo...

A mí no me la cuentes... Te mola por la parte sexual del final, que ya nos conocemos... Ah, bueno, y por el hecho de que haya comida! Si es que eres más simple de contentar... :)

Anónimo dijo...

qué bonito!!!