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17 julio, 2015

Sólo una pesadilla

Sábado, 18 de Julio de 2015

El joven vampiro caminaba sin saber muy bien ni dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. Una espesa niebla lo envolvía todo y evitaba que se divisara más allá de unos centímetros de sus ojos. Ni tan siquiera sus sentidos agudizados al máximo lograban traspasar esa barrera impenetrable, lo cual indicaba que tenía algún componente mágico o sobrenatural. Aún así seguía caminando más por la fuerza de la costumbre que por un verdadero deseo de llegar a ninguna parte.

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De una forma casi instintiva, notaba a su alrededor presencias que le susurraban en un lenguaje que desconocía. Poco a poco fue captando palabras sueltas y finalmente descubrió que era una cacofonía de gritos y voces que se dirigían a él directamente, alejándose y acercándose para dejar mensajes muy perturbadores.

“No vales nada, estúpido chupasangre, no vales nada de nada. ¡Inútil!”

“Estás solo, ¿es que no lo ves? Nadie te va a ayudar, ni siquiera tú mismo”

“Ya no sabes ni cómo se llora, has perdido hasta esa pizca de sentimientos que te quedaban. No eres más que un cadáver andante”

“Tú eras un Príncipe, estabas en la cumbre. Y ahora nadie se acuerda de ti. Tus tiempos de gloria pasaron, pero sigues sin asumirlo. ¡Imbécil!”

“Todos estaban a tus pies… O eso creías. Te engañaste a ti mismo, todo fueron imaginaciones tuyas. Lo único que hacían era estar cerca de ti para reírse más de tus estupideces”

“¿Crees que contabas con aliados? ¿Con amigos? No les sirves de nada, no tienes nada que ofrecerles. Deja de ser una carga en sus vidas. ¡No vales nada!”

“Nunca supiste defenderte bien de tus enemigos, hicieron lo que quisieron contigo. Todas las batallas importantes se han librado dentro de esa cabeza hueca que tienes. Y siempre las perdías tú, ¡qué irónico!”

“La ilusión de tu supuesta Humanidad no engaña ni a un ciego. La perdiste hace tiempo y ahora te agarras a la esperanza de que no eres un monstruo. Bienvenido a la realidad, monstruo de caricatura”

“¿Fuerza de voluntad? Nunca tuviste ni una centésima parte de la necesaria para hacer nada por ti mismo. Sólo te dejabas llevar. Y ni siquiera eso lo haces bien”

“Te haces viejo. Más aún. ¿Esperas que el tiempo te respete? Se nota a la legua que ha sido bastante cruel contigo”

“Tuviste tu propio Rebaño y si no los has matado tú, te han ido abandonando cuando les han ofrecido vitae más exquisita. No sabes ni retener a los mortales”

“¡Cobarde! Siempre murmurando que vas a ver el próximo amanecer y antes de que asome el primer rayo corres a ocultarte en lugar seguro”

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Las voces seguían disparando con mucho acierto y las sentía como golpes físicos que le vapulearan constantemente. El vampiro intentó seguir avanzando hasta que las fuerzas le fallaron y cayó de rodillas. Se sujetó la cabeza con las manos y trató de gritar, pero sólo consiguió que unas lágrimas carmesí brotaran de sus ojos. Deseaba alejarse de aquellas voces, pero sólo se hacían más y más fuertes.

De pronto, inspirando un aire que no necesitaba para llenar sus muertos pulmones, se despertó de la terrible pesadilla con la sensación de que aún sentía aquellas voces rebotando en su cabeza. “Malditos Malkavians, pensó, ¿qué les habré hecho yo para que me torturen así?”

05 noviembre, 2012

Frustración

Domingo, 4 de noviembre de 2012

El joven vampiro siseó con desesperación contenida mientras notaba cómo la ira se apoderaba de él. Apretó los puños con rabia y trató de alejar de sus pensamientos las ansias asesinas que aullaban como lobos hambrientos. ¡Cómo se había atrevido, esa loca Malkavian, esa lunática sociópata, a robarle delante de sus narices a su presa de esa noche!

Cierto era que, como cualquier depredador, no siempre había conseguido cobrarse el premio de una noche de caza, pero no acababa de acostumbrarse a la idea de una ocasión desperdiciada, un precioso tiempo perdido y un deseo insatisfecho.

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Además, había estudiado a aquel joven durante casi una semana, siguiéndole cada noche hasta la puerta de su casa cuando averiguó dónde vivía, había movido sus hilos para conocer sus actividades diurnas, tenía su número de teléfono y hasta había cruzado algunas palabras en la discoteca en la que “casualmente” coincidieron la noche anterior. Casi había saboreado su preciosa vitae en esos momentos en los que tuvo que susurrarle unas palabras al oído para escucharse por encima de la atronadora música electrónica. Había decidido disfrutar de la caza de este ejemplar y había invertido mucho tiempo y recursos en él. ¿Es que ya no se respetaban las antiguas normas de etiqueta?

Pero había tenido que intervenir esa maniática bipolar de estilo gótico y labios rojo burdeos para fastidiar la operación. Ella llegó con su sonrisa encantadora, su mirada desquiciada y ese don que tienen los de su familia para ver más allá de lo evidente. Así, sin saber cómo, en menos de un parpadeo, se lo llevaba de la mano calle abajo para devorar su sangre sin más miramiento. Incluso tuvo la poca delicadeza de volverse a medio camino y dedicar una sonrisa taimada al joven vampiro que seguía con el rostro desencajado por la estupefacción.

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¡La maldita zorra se lo había quitado delante de sus narices y ya no había nada que pudiera hacer por evitarlo! Ni una queja formal al Príncipe serviría de nada, ya que no estaba en su Dominio ni era un recipiente que le perteneciera por derecho.

De vuelta a su refugio, el cainita despechado se hundió delicada pero inevitablemente en una profunda melancolía. Tal vez ya era demasiado viejo para seguir utilizando tácticas arcaicas. Las nuevas generaciones campaban a sus anchas usando la tecnología, su cercanía a la Humanidad y su desconocimiento de las reglas de buena conducta hacia los mayores para poder apoderarse de las mejores presas, sin importarles a quién pudieran atropellar por el camino. Y esta vez le había tocado a él. Él, que había deseado hacerlo suyo en una cama con sábanas de seda y luces atenuadas. Él, que había imaginado que suspiraba su nombre cuando notaba los colmillos hundiéndose en su cuello. Él, que casi podía notar su corazón aporreando su frío pecho para revitalizar sus muertas venas de nuevo.

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Tal vez, sólo tal vez, era el momento de asumir que ya no era la época de los vampiros románticos de hace doscientos años. Bram Stoker ya había muerto y su novela también. Shelley y Stevenson sólo eran historia. Lugosi se pudría en su ataúd de pino con una capa ajada. Tal vez, sólo tal vez, era el momento de dejar de seleccionar tan cuidadosamente las presas y lanzarse a la caza desenfrenada sólo para saciar el hambre. Sólo tal vez.

28 agosto, 2009

Rebaños de sangre

Viernes, 28 de agosto de 2009


El vampiro se relamió los labios de puro deleite previo al banquete en sí. Casi podía sentir la calidez de la sangre recorriendo su garganta mientras cada fibra de su ser gritaba de gozo. La Bestia le susurraba que no esperara más y que se lanzara sobre aquel cuello descubierto, delicado y pulsante. Pero el placer de la caza hacía más excitante el final y le ayudaba a contenerse.

Un Toreador bien posicionado que se preciara, siempre tenía a mano un buen Rebaño para alimentarse sin tener necesidad de andar acechando a vagabundos en las esquinas o tener que usar sus dones vampíricos para eliminar pruebas que pudieran hacer peligrar la Mascarada. Un buen grupito de humanos que supieran qué se hacía con ellos, pero que estuvieran encantados de ser los recipientes de su maestro. O tal vez un culto de sangre, donde el dios otorgaba favores a los más devotos. Incluso, una vez conoció a un Ventrue que tenía especial obsesión por las jovencitas de alto nivel adquisitivo y montaba fiestas en su mansión para que acudieran y así poder "disfrutar" de ellas. Sin duda era de lo más inadecuado, pero era su método.

El vampiro volvió a sonreír ante un supuesto chiste de su interlocutor. No sabía qué había dicho, pero era lo que el pobre incauto esperaba y así ganaría algo más de confianza. Desde luego, todo aderezado con la manipulación emocional que estaba ejerciendo sutil y sobrenaturalmente. Era un joven rubio, una presa muy habitual, con sangre nórdica mezclada con algo más latino. Su blanca sonrisa y su espigada figura hacían de él un delicioso trofeo que pronto pasaría a un lugar preponderante en su Rebaño. Pero no se hacía ilusiones, muchos otros habían ido y venido o habían tenido que "desaparecer" por acercarse demasiado a la verdad. Pero éste... Su curiosidad no atravesaba nada más allá de lo que iba a suceder aquella noche entre las sábanas del apartamento al que acudirían más tarde para "la última". Mejor para él.


Pasada la velada y con el joven rubio descansando sobre su frío pecho, se permitió el lujo de dejar de enviar sangre para aparentar ser humano y que diera la sensación de que el corazón latía a un ritmo adecuado a la situación. Su sangre, cargada de hormonas, le había devuelto a la memoria las perdidas sensaciones del orgasmo, el sexo desenfrenado, la paz física y espiritual al terminar... Por eso le había dejado dormirse en vez de despedirlo con cajas destempladas. El pobre muchacho había sentido un placer mucho mayor que el orgasmo cuando los colmillos se clavaron en su arteria. Esa era la ventaja del Beso, que en ciertas ocasiones podía pasar desapercibido. Y había sido una de ellas.

El vampiro pensó en el resto de su Rebaño y se dio cuenta de que eran rostros y nombres de los que sólo conocía lo justo para poder llamarlos, mantener una conversación pasajera y llevárselos a la cama. Sólo conservaba buen recuerdo de algunos y además estaban, cómo no, los "preferidos". Aquellos que no eran sólo bolsas de zumo, sino que compartían inquietudes, aficiones y tal vez incluso conseguían deslumbrar sus muertas pupilas. ¿Cómo era aquel estudiante de medicina? Tan jovial, sonriente y siempre queriendo dar más. Se resistió al juego dando a entender que sólo probaba la resistencia de su conquistador, pero no poniéndolo fácil de ninguna manera. Las excusas eran de lo más variadas, pero siempre retrasaba aquel primer momento en el que el no-muerto tomaría su esencia. Hasta que por fin sucedió.

El futuro médico organizó la velada y lo hizo de una forma exquisita. Pidió reserva en un restaurante del centro, con grandes ventanales y media luz. A pesar de la complicación de fingir que comía (poco, con la excusa de unos problemas gástricos), los cruces de miradas se sucedían sin que ninguno se preocupara por ocultarlos. Hubo cumplidos y risas de satisfacción, caricias veladas y roces procaces, pequeñas mentiras y falsos secretos. El vampiro se sintió casi vivo, posiblemente debido al poco vino que se había obligado a ingerir, pero con una sensación extrañamente algodonosa y cálida. No recordaba el momento en el que el muchacho lo había acorralado contra la pared de un callejón desierto para besarlo como si fuera a acabarse el mundo. Pero sí fue consciente de la suavidad de sus labios y cómo jugaba con la lengua como si fuera una serpiente.

Finalmente dieron con la llave del apartamento del lujoso rascacielos entre risas y manos en lugares inadecuados. La ropa desapareció de sus cuerpos sin demasiado cuidado y cayeron a la cama abrazados, besándose para dedicarse el uno al otro. El vampiro tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para contener a la Bestia, que agitaba sus cadenas pidiendo sangre. Y sangre tuvo, pero en el momento adecuado. El punto elegido esta vez fue la ingle, donde el chorro salió con fuerza llenando la boca y rebosando por los labios. La explosión de sabores y sensaciones fue brutal para ambos, que terminaron compartiendo esa sangre mezclada con saliva, sudor y semen. Una especie de comunión de espíritus.

Desde ese día, comprendió que debía limitar su contacto con esa sonrisa demoledora y esa mirada brillante o se perdería para siempre... De nuevo.

Y sin embargo estaba deseando volver a verle.

Mientras tanto, el rubio medio sueco dormía plácidamente sobre su pecho.


25 abril, 2009

El pequeño príncipe bohemio

Sábado, 25 de abril de 2009

El pequeño príncipe bohemio sonreía mientras las llamas le iluminaban el rostro. Había sido una noche desenfrenada, como todas las anteriores, pero se sentía vivo, que era lo importante. Notaba el sudor perlando su fuerte y su oscura melena estaba enredada y llena de barro seco. Había bailado con sus amigos hasta caer exhaustos alrededor de la hoguera, habían bebido hasta que las estrellas dieron vueltas sobre sus cabezas, el humo de la madera seca se había mezclado con otro tipo de humo que les hizo reír hasta que se les saltaron las lágrimas. Ahora sus ojos brillaban intensamente mientras se sumergía en sus meditaciones mientras sus compañeros y amigos dormían. Oía sus respiraciones rítmicas y el crepitar de las últimas brasas. Oía las olas rompiendo en la playa. Oía una voz que le llamaba por su nombre.

El joven príncipe se giró alarmado por si había alguien más en la zona que no hubiera visto. Pero esa voz no le susurraba al oído como el zumbido de los mosquitos, sino que le hacía vibrar una fibra de su ser que nunca había percibido. Esa sensación le generaba cierta incomodidad, pero también mucha curiosidad. Cuando quiso darse cuenta, sus pies ya le estaban llevando a través del frondoso bosque siguiendo los ecos de la voz que le hipnotizaba como un ensalmo. No sabía hacia dónde se dirigía, temía perderse y tal vez no poder volver nunca a su playa, pero no podía evitar acercarse a una pequeña gruta de donde parecía que partía la desconocida voz.

A pesar de la oscuridad de la noche, de aquella grieta en la montaña surgía una pulsante luz que cálidamente espantaba las sombras que le aterraban. Confiando en sí mismo y en aquella luz, entró en la cueva y se enfrentó a lo desconocido. La luz aumentaba poco a poco en intensidad, tanto que tuvo que taparse como pudo los ojos para continuar avanzando. Aún así la voz sonaba más cercana, más vibrante, con un timbre más dulce y encantador. La voz y la luz parecían provenir de algo o alguien que estaba sentado en el rocoso suelo, por lo que podía intuirse. Sus formas estaban poco definidas y su resplandor hacía que fuera complicado distinguir si se trataba de hombre, mujer o animal. Aún así el pequeño príncipe bohemio se sentó a su lado y se dejó arrullar por su voz profunda y melancólica, que parecía hablarle de algo muy lejano pero conocido a la vez. Sus manos recorrieron a tientas el cuerpo del fascinante ser, sintió el escalofrío de notar unas manos recorriendo el suyo y finalmente no pudo contener un suspiro de placer cuando se besaron con suavidad, alargando el momento cuanto fue posible.

El joven se sintió algo confuso al notar el sabor que quedaba en su boca, un cierto regusto de culpa por haberse lanzado a la aventura olvidando todo lo demás, sin pensar en las consecuencias y, fue entonces, cuando la duda echó raíces en su corazón. Sus ojos se habían acostumbrado al resplandor y la forma del ser se acentuó poco a poco. No le disgustó lo que vio. Más al contrario, se sentía satisfecho, pero eso le generaba cierta incomodidad. Sus pasados amores y posiblemente los futuros no se concebían en cuevas con seres deslumbrantes, eran más terrenales. La mirada del ser parecía interrogante, tal vez algo suplicante, pero las peores preguntas no es necesario hacerlas, cada cual sabe dónde las ha enterrado.

Se levantó despacio y se despidió cortésmente del ser de luz que acababa de conocer. Miró atrás en el camino de vuelta, hacia la entrada que seguía brillando pero con menos intensidad que al principio. Durante un breve instante se detuvo para considerar si debía volver y quedarse allí para siempre. Sin embargo el sol comenzaba a despuntar en el horizonte y sus amigos y compañeros se desperterían en breve, preguntándose dónde había ido.

No, las cuevas no son para los príncipes bohemios, que están acostumbrados a bailar toda la noche bajo la luz de las estrellas.

06 febrero, 2009

El encuentro

Viernes, 6 de febrero de 2009

El joven vampiro caminaba enfundado en su gabardina aquella tarde fría de febrero. Esquivaba a los transeuntes sin esfuerzo a pesar de estar sumido en sus más profundos pensamientos y de ese modo pudo llegar sin problema hasta su destino, la galería donde se celebraba la exposición de arte de un conocido apadrinado del Primogénito Toreador de la ciudad. No sabía ni para qué estaba allí, pero habría sido toda una muestra de descortesía no presentarse.


Caminó por las salas intentando fingir que aquella basura merecía la pena, pero no eran más que los trazos de un niño de primaria con nombres tan rimbombantes como "Aspiración de divinidad" o "Metamorfosis de espíritus". Cuando intentaba pasar desapercibido en un pasillo de comunicación, apareció él de frente, con sus dos ojos negros brillantes, como siempre que se habían encontrado. Fue sólo un segundo, nada más cruzarse, pero le pareció que el brillo se desviaba levemente para seguirle por el rabillo del ojo aunque no hubo ni el más leve asentimiento de cabeza, ni la mínima mención de saludo. El Toreador se dio la vuelta, pero ya era tarde, sus miradas no se encontraron, habían girado en una esquina y no pudo saber si el gesto había sido recíproco. "No te puedo olvidar", se decía a sí mismo. "¿Qué has hecho conmigo para que estés siempre donde yo estoy, para que estés instalado en mi cabeza como un huésped sin invitación?". Salió apresuradamente de la galería, sin despedirse del anfitrión, lo que supuso que sería recordado como una falta de etiqueta desastrosa, pero no se sentía con fuerzas para sonreír al grupo de arpías que revoloteaban por la sala. Ya en la calle, mientras esperaba detener un taxi del modo que fuese, alguien gritó su nombre. El Ventrue estaba a escasos metros de él y se acercó sin saber muy bien qué decir. "Necesito que nos veamos, quiero hablar contigo. A solas". Lo dijo sin perder ese brillo que le caracterizaba en la mirada. "¿Dónde debo buscarte?" "Me encontarás por la ciudad. Pregunta por mí, el viento sabrá decirte dónde y cuándo". "Dame más información, tengo que saber algo. Dime por qué no consigo escapar del hechizo que esconde tu mirada. ¿Qué ganas con esto? ¿Qué soy para ti?" El Ventrue forzó una media sonrisa y sin mediar más palabra se giró sobre sus talones y volvió a entrar en la galería, escudándose en su anterior acompañante, que le esperaba con una copa en la mano.

Afirma la canción que un segundo de amor puede ser un disparo al corazón, pero no dice que si en ese segundo se entrecruzan más sentimientos que el amor, el disparo puede ser directo al cerebro, rápdio y mortal de necesidad. Así se sintió el joven Toreador durante los días que siguieron, acribillado por mil preguntas, por el recuerdo de imágenes fugaces que acudían a su memoria para torturarle con posibilidades infinitas. Finalmente unas noches después recibió un sucinto email con una dirección y una hora. No tuvo duda de quién se trataba y acudió puntual al concurrido restaurante del centro, cuya dirección correspondía con la de la cita. En la puerta le recogieron el abrigo y le dirigieron a una mesa en un reservado donde ya le estaba esperando ese ser misterioso con el que no podía dejar de obsesionarse.


"Pide algo para mantener la Mascarada, suele ser más efectivo que decir que estás a dieta o que sufres de algún trastorno gástrico". Cuando el camarero se hubo marchado después de sevirles el vino, las miradas se encontraron por encima del centro de mesa, fijas en los ojos del otro. El Toreador puso toda su fuerza de voluntad en resistirse al poderoso influjo que le hacía perder el control de sus sentidos. Si no hubiera estado sentado, sus piernas de mantequilla le habrían hecho caer al suelo. "Yo..., empezó a balbucear como un niño, te busqué entre calles... He pasado unos días que... Tú me haces soñar cosas que... Yo ya no sé qué pensar, sinceramente..." El Ventrue entornó la mirada, extrañado de que su habitualmente seguro acompañante dudara tanto. Alargó la mano por encima de la mesa, rozándole el dorso. "Creo que te debo una pequeña disculpa. Debería haber sido más claro desde el principio, pero todos aprendemos a protegernos con el tiempo. Yo no me he librado de recibir cuchilladas, pero dicen que una herida que ha rozado el alma, se cura en el espejo si aguantas su mirada. Y tú eres mi espejo. Me veo en ti. Y eso me intriga y me divierte a la vez." "Pero yo no consigo escapar del recuerdo de aquella primera noche, en aquel oscuro callejón. Yo llegué sin ti y sé que hoy me voy sin mí, que dejaré aquí una parte que no me devolverás nunca, porque ya te pertenece. Te has llevado todo sin querer, me lo has arrebatado porque yo lo he puesto a tus pies. Cada vez que me encuentro con tu mirada, es un segundo eterno que detiene el tiempo en ti y tus ojos que no me dejan vivir, siguen abrasándome por dentro, consumiendo la poca voluntad que me queda. No sé si has utilizado la sutil manipulación mental o el hechizante carisma que caracterizan a tu clan de Sangre Azules, pero necesito salir de este laberinto cretense en el que me encuentro. Discúlpame, pero creo que mientras ambos no tengamos claro qué deseamos del otro, nuestra relación seguirá siendo simplemente cordial. Yo sí que sé lo que quiero. ¿Y tú?"

Volvía a ser una tarde fría de febrero, con algunas gotas de lluvia cayendo tímidamente sobre la acera. El vampiro apretó la mandíbula y contrajo el gesto. "No, se dijo a sí mismo, debo ser fuerte. Tus dos ojos negros no me verán llorar. No voy a demostrar esa debilidad." Y apresuró el paso para evitar que la tormenta le cayera encima.


04 diciembre, 2008

El Letargo

Miércoles, 3 de diciembre de 2008


El vampiro se limpió la sangre de los labios y dejó a un lado el cuerpo del joven que acababa de vaciar sin contemplaciones. No había sido el primero en aquella semana en sufrir uno de sus ataques, pero sí el que menos compasión había provocado en el no-muerto. Si no se hubiera comportado con aquella soberbia, con la suficiencia que otorga la inmadurez de la adolescencia, tal vez se hubiera salvado. Pero se comportó como si estuviera por encima de un ser que llevaba a su espalda varias primaveras más que él. Unas cuantas más. Bastantes más. No debía haberlo hecho, pero la Bestia tomó las riendas y el frenesí fue más fuerte que los anteriores. O tal vez no quería detenerlo y sentir que liberaba todas sus frustraciones como hacía mucho tiempo que no hacía. Dejarse llevar sin asumir el control era cómodo, demasiado cómodo. Una vez pasado el delirio, con un cuerpo que se enfriaba por momentos en los brazos, notó que los habituales sentimientos de remordimiento no acudían a paralizarle los músculos. Ese chico se merecía lo que había conseguido y, aunque era una pobre justificación, por el momento bastaba.


Mientras colocaba el cuerpo en el suelo en lo que podría (torpemente) parecer que había sido una muerte natural o un atraco, comprendió que la última semana era la más extraña que había pasado en los últimos... Tal vez en los últimos diez años. Porque había pasado sólo una semana desde que despertó de aquel letargo maldito. El letargo, el sueño sin sueño en el que podían sumirse los vampiros cuando deseaban evadirse del mundo. Un mundo sin compasión que a este vampiro en concreto le había arrebatado al ser que creía que con más pasión había amado en su vida, si es posible decir que un corazón que no late es capaz de amar. Una extraña enfermedad se lo había arrebatado tras una lenta agonía que acabó con la resistencia de ambos. El Abrazo, el acto de traspasar la maldición de Caín a un humano, no fue una opción aceptable para el moribundo, que prefería acabar con su existencia del modo más natural posible y le horrorizaba tener que beber la sangre de otros para seguir viviendo. El funeral se celebró de día y su amante tuvo que visitar su tumba aquella fría noche, derramando lágrimas escarlatas que empaparon la corona de rosas rojas que adornaba la lápida. “Para siempre”, rezaba lacónicamente la cinta negra. Y el ángel de mármol con pose suplicante y manos elevadas

al cielo fue testigo mudo de la escena.


Los días siguientes fueron una continuación de la agonía pasada. El vampiro se desligó del mundo y se hundió poco a poco en una espiral de tristeza y autocompasión. Las noches pasaban sin que saliera de su habitación, sin alimentarse, sin mayor relación con el mundo exterior que una televisión siempre encendida en un canal de noticias. El sopor llegó como un regalo cuando nada importaba, cuando el vacío era tan grande que engullía hasta los sentimientos de rabia y abatimiento, cuando no quedó nada. Se sumergió en él sin esperar despertar, queriendo abandonarlo todo y a todos, ya que nada le importaba. Y así durmió…



Le costó ser consciente de que había vuelto a abrir los ojos y que volvía a ver a través de los suyos. El único sentimiento que le invadía era un hambre atroz y fue lo que le hizo salir de su cama para dirigirse hacia la fuente de vitae más cercana. Como el depredador que era, sus sentidos estaban funcionando con un solo fin y de ese fin dependía su supervivencia. Su casa se mantenía en perfecto estado de orden y limpieza, gracias a que su personal seguía las órdenes estrictas de que así fuera pasara lo que pasara. Salió a la calle y un golpe de frío le azotó el rostro. Con más prisa que cuidado, su primera víctima fue un vagabundo que dormía entre cartones en un callejón cercano. No fue suficiente, pero permitió que poco a poco se fuera sintiendo más dueño de sí mismo. Notó el desagradable olor de lo que aquel desgraciado había considerado su “hogar”, donde la misma zona albergaba restos de comida, excrementos y, sobre todo, drogas. Con algo más de calma y perdiendo menos los papeles, aquella noche la dedicó por entero a la caza y a sentirse de nuevo cómodo en un mundo que no había cambiado tanto en los años que había pasado en letargo. Los rostros de sus víctimas no quedaban grabados en su memoria, pero les permitió vivir con un gran esfuerzo, dado que el hambre seguía clavándole sus garras en el estómago. Ya había matado a uno, no había por qué sembrar la ciudad de cadáveres. Era necesario seguir manteniendo la Mascarada.


Tras una semana alimentándose con más o menos ansia y poniéndose al día de las últimas actividades cainitas y humanas, se sintió preparado para socializar un poco. Fue un gran error. Su posición social en la Estirpe había caído a peso y las miradas reprobatorias ni tan siquiera eran ocultadas. Sin embargo había salido de situaciones más comprometidas y podría recuperarse de ésta. Aún así no sentía ganas de quedarse a ser examinado con microscopio, por lo que salió lo más discretamente que pudo y acabó en una discoteca de moda observando a los jóvenes mover sus cuerpos al ritmo de una música endiabladamente distorsionada. Allí fue donde conoció al muchacho que había dejado seco, esperando que el forense de turno no fuese suficientemente inteligente como para darse cuenta de la falta de sangre del cadáver. O si no, tendría que mover hilos como en los viejos tiempos.


Cuando se disponía a marcharse, una figura en la entrada del callejón le observaba con la mirada fija. Una larga gabardina negra le cubría de pies a cabeza, pero no ocultaba la pálida piel de su rostro ni sus ojos brillantes como ópalos. Tenía la mirada encendida y la sonrisa lobuna, de medio lado. Era alguien conocido en la ciudad, cercano al Príncipe y pertenecía a la línea de sangre de los Ventrue, el esqueleto que sostenía la cada vez más vetusta Camarilla. Ambos se reconocieron sin apartar la mirada y se acercaron unos pasos, el Toreador aún inseguro de qué podría ocurrir. Se encontraba en la desventaja de haber sido descubierto en una falta y además por un vampiro algo más anciano que él y, desde luego, mejor posicionado. Aún así sintió que no podía dejar de mirar el rostro marmóreo que le había atrapado la voluntad y sólo se convirtió en un espectador ajeno a todo salvo aquellas pupilas hipnotizadoras. El vampiro de la gabardina se acercó hasta que estuvo a escasos milímetros del oído derecho del su joven hermano de sangre y le susurró suavemente: “bienvenido”. Se giró dispuesto a marcharse con estudiada lentitud, pero una mano se lanzó hacia delante y rozó levemente la suya. Bajó la mirada, observó su mano y miró de nuevo hacia el rostro que seguía perdido en aquellos ojos inmensos, imponentes. Sus propios ojos que ahora veía reflejados en aquellas pupilas de color verde.


El vampiro salió de su trance para descubrir que no tenía a nadie delante. Supo que no había sido su imaginación porque aún podía deleitarse en la fría sensación que sus dedos guardaban tras haber acariciado la mano de aquel desconocido. Se sentía tan descolocado como sorprendido por las emociones que le habían embargado. No sabía qué esperar y ni cómo actuar. Prefirió escapar de allí lo más rápido posible al amparo de las sirenas que recorrían la ciudad y las sombras que acechaban y observaban.


31 julio, 2008

Frustración

Jueves, 31 de julio de 2008

El vampiro volvió a maldecir por lo bajo una vez más aquella fresca noche de verano. Notaba que la Bestia rugía de placer en su interior debido a la ira que iba acumulando poco a poco, luchando contra sus cadenas para tomar el control una vez más. Pero de momento estaba contenida, no le daría el placer de manejar sus actos. Aún no. Esa noche, no.

El sentimiento que le embargaba partía del estómago, como un volcán a punto de explotar. Sentía como si se chocara contra un muro de hormigón armado una y otra vez, de forma consciente pero inevitable. Se hacía daño pero aún así no dejaba de golpearse metafóricamente. Una y otra vez, una y otra vez. Y aun sabiendo que no lograría derribarlo a cabezazos, le enfurecía no superar ese obstáculo. Analizó de nuevo la sensación y por fin pudo ponerle un nombre: frustración. Le frustraba no conseguirlo. Pero, ¿por qué?


Había aparecido de repente y, como otras veces, le llamó poderosamente la atención. Era un muchacho joven pero de mirada curtida. Sonreía abiertamente y hablaba con la soltura de quien no tiene miedo de expresar lo que siente. Trabajaba como auxiliar en una residencia de ancianos, lo cual le aporta una calidez y una cercanía poco habitual hoy en día. El vampiro podía escuchar los latidos de su corazón cada vez que estaban a escasa distancia y eso le volvía loco. Su pulso era potente, a veces salvaje, pero siempre constante. Había movido todos los hilos que conocía para acercarse a él, incluso algunos poco recomendables. Lo había invitado a algunas fiestas privadas, le acechaba cuando salía del trabajo por las noches, estaba presente en los bares cuando salía de fiesta con sus amigos... A pesar de todos sus esfuerzos, el muchacho seguía marcando unas barreras imposibles de superar, ya que esquivaba con elegancia todos los acercamientos y asaltos y se rodeaba de una impermeabilidad digna de los Nosferatu más ancianos. Pero aún así seguía siendo un caramelo demasiado dulce como para olvidarlo.

El vampiro había llegado a usar sus poderes Toreador de persuasión y no parecían haber hecho efecto. Y eso le hice sentirse más frustrado aún. Sus habilidades sobrenaturales no le habían fallado casi nunca y tenía que ser justo ahora, con esa persona en concreto. Tal vez algún Malkavian malicioso estaba actuando desde las sombras, o un Tremere había usado su magia para proteger a los mortales en los que él se fijaba. Pero ese joven... Era el espécimen adecuado para entrar a formar parte de su Rebaño, ese selecto grupo de mortales que podían ser utilizados para alimentarse sin miedo y con total impunidad por un vampiro y que eran protegidos por la Tradición del Dominio. El Toreador, como ex-príncipe de la ciudad, aún conservaba ciertos privilegios y su Rebaño era uno de ellos.

Como medida casi desesperada y en último extremo, decidió hacer un acercamiento directo. Sin máscaras, sin trucos mentales, se sentó a su lado una noche en un bar y empezaron a hablar. Comenzaron con las típicas conversaciones de desconocidos, en las que apenas se deja entrever nada de uno mismo, pero pronto pasaron a temas más elevados, como el amor, el futuro, la alegría y, cómo no, la tristeza. Se volvieron a citar al día siguiente y el vampiro no fue consciente de que había caído en unas redes que le empezaban a envolver como un sutil aroma, que no se ve, pero se intuye. Aquel muchacho no le ofrecía nada concreto, sino su mera presencia. Conocía sus intenciones desde hacía tiempo, ya que había coqueteado con los Vástagos alguna vez en su vida y eso le había marcado, pero aún así se ofrecía sin miedo a una conversación, un contacto. Y eso dejaba al vampiro sin argumentos para convencerle de que él era diferente porque le ofrecía un puesto de honor en su Rebaño. No quería simplemente tomar su sangre y dejarle tirado como quien se deshace de un periódico usado, no, no sería así. Pero el muchacho sonreía con un curioso gesto de amargura y cambiaba el tema de la conversación hacia algo más mundano y trivial. Seguía esquivando, seguía saliendo por la tangente a pesar de que las cartas ya estaba encima de la mesa. Ofrecía, pero marcando sus propios límites.

Aquella madrugada el vampiro regresó a su refugio caminando tranquilamente. Había dejado el deportivo bien aparcado y necesitaba refrescarse un poco. El muchacho no le estaba volviendo loco ni había conseguido hacerle perder el control, curiosamente. Posiblemente sus experiencias recientes con los mortales le habían conferido algo de sabiduría, cosa que no abundaba mucho entre los de su clan. Tal vez lo que le ofrecía este muchacho era tan nuevo que la curiosidad le podía y quería explorar la nueva sensación de una nueva... amistad. Hasta la palabra le resultaba extraña cuando la pronunciaba. Pero aún así lo consideraría como una experiencia más, algo que probar para poder observar sus reacciones y se capacidad de control. A pesar de todos sus años de no-vida, se seguía sorprendiendo a sí mismo y quería continuar aprendiendo. Para algunos maestros orientales, ahí estaba el camino de la perfección.

Para amenizar el camino sacó del bolsillo su iPod de última generación, donde se hacían hueco desde el último éxito de ventas, hasta la balada más olviadada de hacía décadas. Repasó los títulos de las canciones dudando con qué deleitarse, pero llegó a una con la que no pudo reprimir una sonrisa y recordar una frase que había dicho su nuevo amigo cuando, en el beso de despedida, el vampiro le rozó el cuello con los labios. Pidió que no le volviera a hacer eso porque le despertaba un...

02 abril, 2008

Humanidad

Miércoles, 2 de abril de 2008

El vampiro se despertó de su pesadilla sabiendo que había gritado antes de abrir los ojos. Se notó el cuerpo empapado de sudor y pudo corroborarlo por las manchas escarlata en las sábanas. Como todos los de su raza, el sudor estaba mezclado con el líquido que les permitía levantarse cada noche y les concedía la inmortalidad. Ese sudor que ahora era la prueba, junto con una innecesaria y agitada respiración, de que el sueño que acababa de abandonar había sido en absoluto plácido. Todavía podía alcanzar, esquivos, algunos retazos de imágenes que le habían atormentado. Agarró las telas que lo cubrían con excesiva fuerza y cerró los ojos para resistir de nuevo la oleada de miedo que le invadía. Veía los rostros difusos, escuchaba sus voces, notaba caricias heladas, eran los fantasmas de aquellos que había asesinado desde que su sire le había transformado. Eran espíritus que pervivían en sus recuerdos, que le atormentaban desde el más allá y que le recordaban que era un animal de instintos, que la Bestia que habitaba en su interior se había cobrado víctimas sin ningún remordimiento. Los filósofos entre los no-muertos aseguraban que la angustia que sufrían algunos de sus hermanos en la sangre era debida a los retazos de Humanidad que aún les ataba a su pasado. Sufrir implicaba no haber caído aún en los dulces brazos de la locura y que aún se tenía algo de control sobre el propio destino. Si se creía en el destino, desde luego.

A pesar de que aún no había caído la tarde, el vampiro no pudo conciliar el sueño de nuevo. Le invadía el sopor que indicaba que los rayos del astro rey aún acariciaban el cielo, pero aún así Morfeo se negó a acunarle en sus largos y dulces brazos. Se levantó malhumorado y cambió el juego de cama, que después alguien se encargaría de llevar a lavar. O directamente de quemarlo. Cuando el despertador le indicó con su estridente melodía que ya podía pasear por la casa sin miedo a quemarse al pasar delante de las ventanas, se arregló con esmero y se preparó para salir. Aquella noche tenía numerosos compromisos sociales y debía mostrar el mejor aspecto posible, pese a que en su interior lo que deseaba era echarse de nuevo y descansar, sin ser atormentado por sus pesadillas personales.

Moviéndose entre los suyos y el ganado pudo olvidarse de las malas sensaciones del día pasado. Volvió a sonreír y se mantuvo firme en los continuos juegos de salón que conllevaba la sociedad de los Vástagos. Se puso al día de novedades, cotilleos y cambios en la escala de poder. De todos modos no podía evitar recordar la viveza de algunos rostros que volvían a su memoria, la crudeza de las frases que le imploraban perdón o le acusaban de asesinar a sus dueños. Generalmente movía la cabeza, para sorpresa de quien le acompañaba, y se obligaba a mantener la máscara de fingida alegría que siempre presentaba. Cuando uno tiene una reputación y una imagen, mantenerlas es lo primero. Por más que necesitara reflexionar acerca de lo que sentía, prefería no detenerse o la avalancha de emociones le embargaría y le arrollaría inevitablemente. No debía permitirlo o sería el fin.

Se encontraba en una fiesta en un importante museo de la ciudad, celebrando la presentación de una muestra de imágenes de un artista en alza. La fotografía que observaba en aquel momento le tenía completamente hipnotizado. Representaba un ángel rubio de enormes alas blancas y brazos abiertos, desnudo por completo y con la cabeza echada hacia atrás en un gesto extasiado. Detrás, oculto por la figura del imponente ser, un rostro demoníaco mordía el cuello ofrecido y miraba de reojo al espectador, divertido, tentador, desafiante... El vampiro se sumergió en la debilidad de su clan y pudo percibir los puntos que la impresora había dejado. Cuanto más se concentraba, más vida adquiría la instantánea, con el viento agitando las plumas de las alas, los gemidos de placer del ángel y la succión de la sangre por parte del demonio que lo estaba matando... Incluso pareció percibir un ligero olor, pero parecía perfume, muy real, conocido... "Es Carolina Herrera, supongo que la conocerás", dijo alguien a sus espaldas. Sacarle de su ensimismamiento le produjo tal ataque de ira que a punto estuvo de perder el control y descargar un puñetazo en la cara de quien le había molestado. Pudo contenerse a tiempo y comprobó que quien le había hablado era un Malkavian, un vampiro del clan considerado loco por todos excepto por ellos mismos. "Qué típico de los Toreador", le dijo con una expresión divertida en el rostro, "prendarse de un imposible, ensimismarse con lo que no pueden alcanzar, agarrarse a un sueño antes que reconocer sus limitaciones". Y dicho esto se alejó soltando carcajadas como si le hubieran contado un chiste muy gracioso.

Quedaban aún unas horas para el amanecer, por eso no le importó caminar hacia su refugio mientras ordenaba sus pensamientos. De nuevo uno de esos malditos lunáticos le había trastornado con sus comentarios, que estaban fuera de lugar, pero que siempre le llegaban a lo más recóndito de su alma. ¿Lo habría dicho sabiendo a qué se refería? ¿Sería un comentario al azar que había dado en el blanco por casualidad? La situación se le estaba yendo de las manos, no podía continuar así. Las pesadillas, la desconcentración, el continuo desasosiego... Era el momento de poner freno y debía hacerlo de un modo tan seco y cortante como lo había sentido él en su momento. Alejaría aquello de sí y continuaría con su vida soltando el lastre que le impedía avanzar... En la oscuridad de la madrugada, un joven se apoyaba en un portal esperando a alguien. Fumaba y el humo se enredaba en su cabello corto, castaño claro, y su rostro delgado se escondía detrás de unas gafas de marca que corregían un defecto visual de unos impresionantes ojos azules. El vampiro y el muchacho se miraron. Era el momento de poner freno...


04 marzo, 2008

Un cuento corto e improvisado

Lunes, 3 de marzo de 2008

EL PEZ Y EL DELFÍN

Había una vez un pequeño pez payaso que vivía en un arrecife de coral de aguas transparentes y limpias. Llevaba una vida perfecta y relajada para ser un pez, dado que cada mañana se levantaba para observar los destellos del sol que atravesaban el agua con sus reflejos deslumbrantes. Después paseaba con sus amigos, iban a visitar las comunidades de estrellas de mar y recogían algo para llevarse a la boca. Incluso había días que encontraban algún alga especialmente sabrosa y se daban un festín bajo las anémonas cercanas a la costa.

Cierto día el pez salió solo a pasear fuera de los lindes del arrecife y no se dio cuenta de que se alejaba más de la cuenta de lo que era recomendable. Vio paisajes nuevos y conoció a peces que no había visto en su vida. En concreto se dio cuenta de que había un delfín que no dejaba de mirarle. El mamífero se acercó y nadó a su alrededor un buen rato, de tal forma que la breve memoria del pez no pudo evitar retenerlo. Parecía divertido nadar juntos y durante un rato se dedicaron a esquivarse y reencontrarse detrás de las rocas, como un infantil juego del escondite en el que lo menos importante era quién ganara. Antes de despedirse el delfín lanzó un chorro de burbujas a los ojos del pez payaso, que le provocaron una extraña ceguera: veía todo de un extraño color brillante, especial, todo era nuevo. Incluso su escasa memoria parecía capaz de retener los recuerdos durante más tiempo.

Durante un tiempo matuvieron un contacto que les permitió conocerse un poco más. Lo justo para volver a sentir la necesidad de nadar juntos de nuevo. El pez habló de sus paseos por el arrecife y su amiga la estrella de mar, los destellos del sol y el ritmo de las mareas. El delfín enviaba paquetes de algas envolviendo perlas de los Mares de Sur y piedras volcánicas de iridiscentes colores, compartía sus sueños por ver todo aquello que el pez le describía y ansiaba acortar la distancia que les separaba. Todo resultaba tan idílico que no se dieron cuenta de que el tiempo pasaba y sus ansias por verse de nuevo crecían sin cesar.

Finalmente acordaron verse de nuevo en aquella zona rocosa donde se habían encontrado la primera vez. Volvieron a nadar juntos olvidándose de las precauciones habituales. Agitaron sus colas hasta formar espuma. Se acercaron hasta que sus aletas se movían a un mismo ritmo. Se miraron a los ojos a pesar de que el pez seguía siendo presa de la ceguera que el chorro de burbujas le había provocado. Y en los ojos del otro descubrieron...


El delfín se sintió impulsado hacia la superficie por una fuerza increíble. Una red le rodeó el cuerpo y por más que forcejeaba no conseguía zafarse de sus captores. El pez payaso iba y venía intentando ayudar a su amigo, pero no tenía dientes lo suficientemente fuertes como para romper las cuerdas y los nudos. El delfín sollozaba en silencio porque le habían encontrado de nuevo. Había escapado de un parque acuático y venían a buscarle para devolverlo a donde pertenecía. Era inútil resistirse y así se lo hizo ver al pez, a quien le pidió que volviese a su arrecife y siguiera siendo feliz como había sido hasta entonces. El barco que arrastraba la red comenzó a alejarse y así los dos animales, que se dijeron adiós con gran pena en sus corazones. El delfín nunca supo qué fue de su olvidadizo amigo.

El pez, por su parte, comenzó el largo camino a casa. Poco a poco el efecto del chorro de burbujas fue desvaneciéndose y los recuerdos se evaporaban como si hubieran ocurrido hace mucho, mucho tiempo. Cuando alcanzó el arrecife y fue a ver a su amiga la estrella de mar, el pequeño animal se sobresaltó al no saber exactamente qué tenía que contarle. Lo tenía justo ahí, en algún lado de su cabeza, pero no acababa de enfocarlo. En fin, se dijo, vayamos a dar una vuelta para encontrar un fucus apetecible, que me ruge la tripa. Cuando se alejaban, empezó a tararear una melodía que no recordaba dónde había oído: "sigue nadando, sigue nadando...". ¿Se puede saber qué estás cantando? Le preguntó su amiga la estrella de mar. Y así se alejaron a favor de la corriente.

13 enero, 2008

Cena para dos

Domingo, 13 de enero de 2008

Llego a la puerta del restaurante y me permito un par de segundos para recuperar el aliento. Desde la parada del autobús he venido corriendo para intentar llegar a tiempo, así que mi respiración está agitada por el esfuerzo extra de llegar corriendo. O eso quiero creer, porque cuando me recupero, sigo teniendo el corazón acelerado y los nervios a flor de piel. Entro a la calidez del local y un camarero me pregunta por mi reserva. Doy tu nombre y me dirige hacia una esquina apartada, donde se oyen menos conversaciones de otros clientes y una mesa iluminada con velas me espera. Tú ya estás sentado, probablemente desde hace un rato, ya que llego tarde. Y además imagino que esta vez habrás llegado incluso un poco antes. Sonrío y pido disculpas por el retraso mientras me quito el abrigo, pero ya me conoces y sabías que no llegaría a la hora convenida. Y también sonríes y me dices que has encargado los entrantes mientras esperabas. Según me siento, me sirves vino blanco en una copa, para brindar, explicas. Elevamos las copas y nos miramos a los ojos, ambos esperando que sea el otro quien diga las palabras adecuadas. Tú. No, tú. Finalmente rompo el momento y digo lo que suelo decir siempre: "por nosotros". Bebemos un pequeño sorbo y el camarero aparece con las ensaladas. En la cena, como entre nosotros, los entrantes sólo son una forma de prepararse para lo que está por venir más tarde. Hablamos de cómo ha ido el día en el trabajo, de nuestros compañeros, de otros asuntos banales que podríamos comentar con cualquiera. Pero nuestras miradas son diferentes. A la luz de las velas juraría que tus ojos brillan como piedras preciosas, aunque tal vez sea lo que yo quiera ver. Nunca te había visto tan radiante y se nota que te has esmerado para esta noche. Me siento desarreglado y con la ropa tan mal elegida que de pronto me recorre la espalda un escalofrío con mis habituales miedos y paranoias. Al verme tenso me sonríes de nuevo y sueltas el tenedor para acariciarme la mano. Ese gesto me dice que no debo temer nada, que todo está siendo y va a ser perfecto. Y la comida continúa según van llegando platos y nos retiran los que hemos usado.


En la carne no puedo resistirme más y, dado que la mesa evita que me lance a besarte, rozo tu tobillo con mi zapato por debajo de la mesa. Te sobresaltas de un modo muy divertido y me río del susto que te has llevado, pero no dejo de rozarte. Subo poco a poco y tu mirada me dice que pare, aunque estás deseando que siga. Yo, pícaro, no me detengo y sigo subiendo hasta tu entrepierna, donde sé que mi artimaña está surtiendo el efecto deseado. Es suficiente y retiro el pie, para que puedas relajarte. Curiosamente el camarero ya está al lado de nuestra mesa con los postres, crêpe de dulce de leche para mí y tarta de queso para ti, pero parece que no te convence demasiado. Mejor, te digo, así tendré que dejarte buen sabor de boca luego.

Salimos del restaurante y llueve, cómo no. Has sido más precavido que yo y has traído un paraguas, con lo que te cojo del brazo y me pego a ti lo más posible para no llegar hecho una sopa hasta la parada de taxis. El romántico paseo que teníamos previsto tendremos que dejarlo para otro día, pero eso no hace sino acelerar el momento que ambos esperamos. Por eso tal vez se nos hace tan corto el viaje, mirando por la ventanilla la ciudad con sus luces pasando a toda velocidad, los semáforos cambiando de color en dulce armonía... Nuestras manos están entrelazadas aunque no somos conscientes de cuándo las hemos juntado. Probablemente lo habremos hecho sin pensar, nuestros subconscientes unidos en armonía cósmica, podría decirse de un modo un tanto recargado. Nos miramos al darnos cuenta del detalle, un momento de intimidad en el que no es necesario decirse nada. Esta vez no me reprimo y me lanzo a tus labios para besarte con todas las ganas que tenía acumuladas. Desearía que el beso no acabara nunca, pero me separas con cuidado cuando el taxi frena.

Me cuesta acertar con la llave del portal pero consigo entrar mientras me sigues bien pegado, abrazándome por detrás para que no me olvide de que estás ahí, conmigo, besándome la nuca. El ascensor tarda muy poco en llegar y las puertas se abren mientras estamos fundidos de nuevo, boca con boca y así entramos. Tus manos recorren mi espalda bajo el abrigo mientras yo recorro los botones y aprieto de memoria el de nuestro piso. Por suerte la siguiente cerradura se te resiste menos a ti, aunque soy yo el que pone impedimentos al no dejar las manos quietas buscando el cierre de tu cinturón. Y ya dentro me dejo llevar por la vorágine de sentimientos y sensaciones reprimidas durante tanto tiempo. Sólo tengo retazos de nuestras manos desnudándonos y dejando caer la ropa por el pasillo. El roce de mis dedos en las suave piel de tu costado y tu lengua marcando la línea de mi columna vertebral. La suavidad de tu ropa interior, mi favorita. Calor, sudor, tu olor sobre mi cuerpo. Y de fondo suena Andrés Lewin con una de mis canciones favoritas, como bien sabes.

"... yo soy el premio que has ganado por ser tú y tú turú tutú eres el premio que he ganado por ser yo. Cuando nos conocimos ganamos los dos..."

29 noviembre, 2007

Ojos de Gato

Miércoles, 28 de noviembre de 2007



Ojos de gato sólo estaba de paso. Era un viaje de trabajo como tantos otros que sería tan rutinario como tantos otros. Haría lo que había venido a hacer y se marcharía. Un muchacho de la ciudad le había propuesto quedar para tomar algo y tal vez algo más, pero no habían cerrado ningún plan. Mejor dejar que las circunstancias marcaran el curso de la historia.

La habitación del hotel era fría a pesar de llenarla con una maleta, la ropa suelta, el portátil. El aroma a tabaco impregnaba la moqueta y hacía algo más acogedoras las cuatro paredes donde colgaban un espejo para verse antes de salir y uno de esos cuadros que nadie pondría en su casa, ni siquiera en el trastero. En su móvil sonó un aviso de mensaje y lo leyó con desgana mientras abría el siguiente mail. Era el chico local, le proponía quedar para cenar algo y no parecía mala idea. Tampoco tenía nada mejor que hacer, ya que los planes con la gente del trabajo se le habían torcido.

En la esquina donde habían quedado hacía demasiado frío y Ojos de gatos se sentó a esperar mientras encendía otro cigarro. Las citas a ciegas siempre son interesantes porque no tienes ni idea de con qué te vas a encontrar y te permiten conocer a alguien poco a poco sin tener el prejuicio de saber si es atractivo o no. Las sorpresas pueden ser agradables o desagradables, ahí está la emoción.

El chico se acercó cruzando la calle con algo de prisa, ya que llegaba unos minutos tarde. Era chocante que se le hubiera ocurrido combinar un abrigo de color crudo con una corbata tan blanca, pero en conjunto no estaba mal. Llegó con los ojos brillantes y sonriente, lo cual era una buena señal. Le propuso cenar de tapas aunque Ojos de gato ya las conocía. En cada bar la conversación se hacía más interesante e incluso subía de tono. El chico era un poco payaso, pero bastante gracioso, al menos consiguió hacerle reír. Los vinos que iban tomando ayudaban a que el ambiente se distendiera e incluso llegaron a flirtear con un camarero colombiano de blanca y radiante sonrisa.

Volvieron caminando al hotel muy despacio, casi estirando los minutos en la incertidumbre de lo que pasaría después. En un momento dado hubo un beso furtivo que confirmaba que la noche podría ser más larga aún de lo que parecía. En la puerta se detuvieron y Ojos de gato se preguntó si allí terminaba todo o sólo sería una breve pausa. El muchacho seguía teniendo los ojos brillantes y pidió una invitación expresa para saber qué le esperaba. “¿Quieres subir a mi habitación?”, preguntó Ojos de gato con un tono de voz que no dejaba ninguna duda. Todo seguía un poco revuelto pero ciertamente no les importó. El vino había dejado de lado el pudor y se fundieron en pasionales y profundos besos. Ojos de gato se sentó delante del portátil para poner algo de música y encendió otro cigarro. Mientras, su acompañante fue desnudándose lentamente y se echó en la cama con las piernas abiertas, dejando unas bien definidas nalgas abiertas al disfrute de la vista. La imagen, casi sacada de una película erótica, fue sólo el inicio de una excitante sesión donde los dos amantes buscaron los puntos flacos en la defensa del otro, volcándose a explotarlos como si de una batalla se tratara. Una batalla muy igualada, ciertamente.

En un momento dado, sus miradas se cruzaron fugazmente. Y el tiempo se detuvo durante unos segundos. Ambos sonrieron y Ojos de gato quedó tumbado en la cama con la sábana apenas cubriéndole el cuerpo. Su acompañante torció la cabeza y le dedicó una curiosa sonrisa. Le gustaba la imagen y deseaba fotografiarle así. El momento había pasado de ser pasional a ser algo más relajado, pero no por ello menos intenso. Hablaron con sinceridad el uno del otro, abrieron sus corazones lo justo como para dejar que una ráfaga de aire fresco les recorriera el alma, compartieron algún secreto inconfesable y se besaron no ya como dos amantes, sino como una pareja de confidentes. Uno era un dios de las tormentas, el otro era puro fuego. El choque era inevitable y la reacción final impensable. En la ducha se abrazaron y se besaron bajo el agua con caricias de olor marino. Lo último que sintió Ojos de gato al cerrar los ojos antes de dormir un rato, fue una mano que le rodeaba el pecho con mucho cariño, mano que él agarró como una tabla salvavidas. “Gracias”, dijo una voz detrás de él. Morfeo le cerró los párpados sin darle tiempo a decir “De nada”.


29 mayo, 2007

El vampiro ataca de nuevo

Lunes, 28 de mayo de 2007

El vampiro sostenía juguetonamente una copa de champán entre los dedos. De vez en cuando fingía que daba algún sorbo, pero el exquisito líquido acababa poco a poco empapando la tierra de una maceta cercana. Era ciertamente un engorro muy desagradable tener que recordar funciones tan innecesarias como respirar o mantener la temperatura y el color en las mejillas, pero relacionarse con mortales tenía sus inconvenientes. A cambio, se recibía toda su pasión desbordante, su miríada de sensaciones superpuestas y, ante todo, se abría la posibilidad de poder elegir con tranquilidad a la presa que serviría de alimento posteriormente.

La fiesta era un verdadero aburrimiento. Algunas de las lumbreras de la ciudad se habían dejado caer por allí por el mero hecho de hacerle la pelota al primogénito Toreador, pero ciertamente había sido un gran desastre desde el momento en el que el Príncipe de la ciudad se negó a hacer acto de presencia. Nuestro vampiro sonrió para sus adentros recordando los tiempos en los que era él mismo quien organizaba ese tipo de fiestas y siempre conseguía susurros de verdadera admiración por parte de las Arpías que le acechaban, siempre con un as en la manga para deslumbrar a la audiencia. Eran tiempos pasados, ahora era más divertido asistir como invitado a actos en ciudades vecinas para poder relajarse observando todas y cada una de las carencias del gusto y elegancia en, por ejemplo, la elección de los vestidos de noche de algunas de las asistentes... Las lentejuelas rojas estaban pasadas de moda desde hacía AÑOS. ¡Por favor, que alguien le diese una estaca para no tener que seguir sufriendo!

Al fondo de la sala, dos hombres maduros cuchicheaban hablándose al oído mientras se llevaban a la boca algún canapé de caviar que el camarero acababa de dejar en la mesa de la comida. No podían apartar su mirada del atractivo vampiro que, una vez vaciada del todo la copa de champán en la tierra de la borracha maceta, se dirigía hacia ellos sin contenerse a la hora de demostrar pura y salvaje sensualidad. Dos por el precio de uno, toda una ganga que no dejaría pasar. No parecían gente demasiado importante al no tener una corte de rubias oxigenadas colgadas de su brazo ni pelotas engominados de sus pantalones. Tanto mejor. Eran un médico y un profesor que conocían al anfitrión por sus numerosas fiestas benéficas y habían asistido porque... Su cháchara era titubeante, sin saber a qué se debía que les resultara tan sencillo sincerarse con un extraño del que no conocían ni el nombre, pero la conversación fue fluyendo entre copas y sonrisas soslayadas que evidenciaban mucho más de lo que lo hacían las palabras. No fue complicado salir a tomar el aire al jardín y pasear tranquilamente entre los setos que conformaban el intento de laberinto victoriano que tanto gustaba a los nuevos ricos. Parecía que un jardín sin laberinto no era suficientemente chic para su barrio decadente.



Cuando el ruido de la fiesta se había apagado y los dos hombres dormían sobre el césped, algo más pálidos y, desde luego, algo más felices, el vampiro procedió a retirarse antes de que el alba hiciera acto de presencia. Había sido una noche larga, pero aquellos dos inocentes le habían concedido un entretenimiento bastante grato. Desde luego no entrarían entre sus presas habituales, lo había decidido cuando descubrió el exceso de crema hidratante en la cara del profesor y la ausencia total de conversación inteligente en el médico. Pero al menos le habían animado lo suficiente como para concederles el placer de disfrutar como cuando estaba vivo y su cuerpo respondía a los estímulos que ambos le proporcionaron. Salía ya del laberinto cuando un leve rugido le alertó de que le estaban observando. Sobre una de las paredes del laberinto, una especie de mezcla de hombre y animal le miraba con los ojos de un rojo destellante. La sensación amenazadora se combinaba con un aura de espectación, de paciencia, tal vez con cierta curiosidad. El vampiro miró con la cabeza ladeada a su extraño espía y le concedió una encantadora pero perversa sonrisa. Sé quién eres, se dijo, sé a qué has venido, pero me voy a proteger contra ti, porque si yo no te doy permiso, no podrás acercarte. Y dándole la espalda a la espantosa quimera, salió en busca de su abrigo para retirarse a descansar. Al menos, al final la fiesta se había animado un poco, pero quitaría a ese estúpido Primogénito de su lista VIP inmediatamente. Qué falta de seguridad, bendito Caín...

23 octubre, 2006

El vampiro ataca de nuevo

Logroño, 22 de octubre de 2006

El vampiro sintió de nuevo la misma satisfacción y el mismo hastío hacia sí mismo por lo que iba a volver a hacer. Se había prometido que ya era suficiente, que no lo necesitaba más, pero aún así allí estaba, acechando tras una esquina mal iluminada a su siguiente víctima. Y una vez más se dijo que sería el último, que no habría más, no lo necesitaba. Era un niño rubio de ojos azules que jugaba con un camión de juguete en el portal de su casa. A pesar de las horas de la noche que eran, seguía en la calle, disfrutando del frescor otoñal que soplaba en las calles. No había nadie a la vista, por lo que era tan sencillo que el vampiro casi quiso reir de satisfacción anticipada. Extendió sus colmillos, se acercó sigilosamente y antes de que el niño fuera consciente de quién le atacaba, su sangre bombeaba hacia la boca de su depredador. Como en las ocasiones anteriores era fresca y deliciosa, más que la de los adultos que solía preferir como rebaño. Sorbió despacio, alejándose de la luz para poder disfrutar con tranquilidad de su sabroso bocado y no ser molestado por ningún adulto preocupado. Los niños, tan inocentes, tan infantiles, con aquellas caritas redonditas y esos ojos profundos que te miraban siempre como si fuera la primera vez. Tan detestables, tan llorones, tan predecibles y tan inmaduros. Versiones miniaturizadas de nosotros mismos en las que nos refugiamos para creer que no perdemos la fase más cómoda de nuestras vidas, en las que las preocupaciones son nimias y los pensamiento futuros se reducen a unas cuantas horas más allá.

El vampiro se forzó a separarse del cuello del que aún manaba un hilito de sangre. El corazón del pequeño apenas latía, pero podría sobrevivir con una buena transfusión y despertar del peligroso coma provocado por el shock. Cayó al suelo como un muñeco viejo despreciado por su dueño, que se limpiaba con cuidado y delicadeza las comisuras de los labios. Éste se alejó de la zona asegurándose de hacer algo de ruido para llamar la anteción sobre el despojo que había dejado tirado. No quería que el niño muriese, pero al menos sí dejarlo incapacitado durante un tiempo. La deliberada afición por anular niños tenía una parte negativa, pero por el momento le hacía sentirse libre y completo. Era su elección, o al menos eso creía. Sin embargo, a veces, una vocecilla interior le decía que se hacía un poco más viejo con cada asalto y que perdía una parte de sí. Pero era una vocecilla que enmudecía rápido o se veía relegada a un segundo plano cuando otras más potentes entraban con fuerza. Qué más daba, ya estaba hecho y no sería necesario volver a repetirlo... Ya se sentía completo, al menos en la mayor parte de sus sensaciones. No sería necesario, no.


¿O sí?