04 diciembre, 2008

El Letargo

Miércoles, 3 de diciembre de 2008


El vampiro se limpió la sangre de los labios y dejó a un lado el cuerpo del joven que acababa de vaciar sin contemplaciones. No había sido el primero en aquella semana en sufrir uno de sus ataques, pero sí el que menos compasión había provocado en el no-muerto. Si no se hubiera comportado con aquella soberbia, con la suficiencia que otorga la inmadurez de la adolescencia, tal vez se hubiera salvado. Pero se comportó como si estuviera por encima de un ser que llevaba a su espalda varias primaveras más que él. Unas cuantas más. Bastantes más. No debía haberlo hecho, pero la Bestia tomó las riendas y el frenesí fue más fuerte que los anteriores. O tal vez no quería detenerlo y sentir que liberaba todas sus frustraciones como hacía mucho tiempo que no hacía. Dejarse llevar sin asumir el control era cómodo, demasiado cómodo. Una vez pasado el delirio, con un cuerpo que se enfriaba por momentos en los brazos, notó que los habituales sentimientos de remordimiento no acudían a paralizarle los músculos. Ese chico se merecía lo que había conseguido y, aunque era una pobre justificación, por el momento bastaba.


Mientras colocaba el cuerpo en el suelo en lo que podría (torpemente) parecer que había sido una muerte natural o un atraco, comprendió que la última semana era la más extraña que había pasado en los últimos... Tal vez en los últimos diez años. Porque había pasado sólo una semana desde que despertó de aquel letargo maldito. El letargo, el sueño sin sueño en el que podían sumirse los vampiros cuando deseaban evadirse del mundo. Un mundo sin compasión que a este vampiro en concreto le había arrebatado al ser que creía que con más pasión había amado en su vida, si es posible decir que un corazón que no late es capaz de amar. Una extraña enfermedad se lo había arrebatado tras una lenta agonía que acabó con la resistencia de ambos. El Abrazo, el acto de traspasar la maldición de Caín a un humano, no fue una opción aceptable para el moribundo, que prefería acabar con su existencia del modo más natural posible y le horrorizaba tener que beber la sangre de otros para seguir viviendo. El funeral se celebró de día y su amante tuvo que visitar su tumba aquella fría noche, derramando lágrimas escarlatas que empaparon la corona de rosas rojas que adornaba la lápida. “Para siempre”, rezaba lacónicamente la cinta negra. Y el ángel de mármol con pose suplicante y manos elevadas

al cielo fue testigo mudo de la escena.


Los días siguientes fueron una continuación de la agonía pasada. El vampiro se desligó del mundo y se hundió poco a poco en una espiral de tristeza y autocompasión. Las noches pasaban sin que saliera de su habitación, sin alimentarse, sin mayor relación con el mundo exterior que una televisión siempre encendida en un canal de noticias. El sopor llegó como un regalo cuando nada importaba, cuando el vacío era tan grande que engullía hasta los sentimientos de rabia y abatimiento, cuando no quedó nada. Se sumergió en él sin esperar despertar, queriendo abandonarlo todo y a todos, ya que nada le importaba. Y así durmió…



Le costó ser consciente de que había vuelto a abrir los ojos y que volvía a ver a través de los suyos. El único sentimiento que le invadía era un hambre atroz y fue lo que le hizo salir de su cama para dirigirse hacia la fuente de vitae más cercana. Como el depredador que era, sus sentidos estaban funcionando con un solo fin y de ese fin dependía su supervivencia. Su casa se mantenía en perfecto estado de orden y limpieza, gracias a que su personal seguía las órdenes estrictas de que así fuera pasara lo que pasara. Salió a la calle y un golpe de frío le azotó el rostro. Con más prisa que cuidado, su primera víctima fue un vagabundo que dormía entre cartones en un callejón cercano. No fue suficiente, pero permitió que poco a poco se fuera sintiendo más dueño de sí mismo. Notó el desagradable olor de lo que aquel desgraciado había considerado su “hogar”, donde la misma zona albergaba restos de comida, excrementos y, sobre todo, drogas. Con algo más de calma y perdiendo menos los papeles, aquella noche la dedicó por entero a la caza y a sentirse de nuevo cómodo en un mundo que no había cambiado tanto en los años que había pasado en letargo. Los rostros de sus víctimas no quedaban grabados en su memoria, pero les permitió vivir con un gran esfuerzo, dado que el hambre seguía clavándole sus garras en el estómago. Ya había matado a uno, no había por qué sembrar la ciudad de cadáveres. Era necesario seguir manteniendo la Mascarada.


Tras una semana alimentándose con más o menos ansia y poniéndose al día de las últimas actividades cainitas y humanas, se sintió preparado para socializar un poco. Fue un gran error. Su posición social en la Estirpe había caído a peso y las miradas reprobatorias ni tan siquiera eran ocultadas. Sin embargo había salido de situaciones más comprometidas y podría recuperarse de ésta. Aún así no sentía ganas de quedarse a ser examinado con microscopio, por lo que salió lo más discretamente que pudo y acabó en una discoteca de moda observando a los jóvenes mover sus cuerpos al ritmo de una música endiabladamente distorsionada. Allí fue donde conoció al muchacho que había dejado seco, esperando que el forense de turno no fuese suficientemente inteligente como para darse cuenta de la falta de sangre del cadáver. O si no, tendría que mover hilos como en los viejos tiempos.


Cuando se disponía a marcharse, una figura en la entrada del callejón le observaba con la mirada fija. Una larga gabardina negra le cubría de pies a cabeza, pero no ocultaba la pálida piel de su rostro ni sus ojos brillantes como ópalos. Tenía la mirada encendida y la sonrisa lobuna, de medio lado. Era alguien conocido en la ciudad, cercano al Príncipe y pertenecía a la línea de sangre de los Ventrue, el esqueleto que sostenía la cada vez más vetusta Camarilla. Ambos se reconocieron sin apartar la mirada y se acercaron unos pasos, el Toreador aún inseguro de qué podría ocurrir. Se encontraba en la desventaja de haber sido descubierto en una falta y además por un vampiro algo más anciano que él y, desde luego, mejor posicionado. Aún así sintió que no podía dejar de mirar el rostro marmóreo que le había atrapado la voluntad y sólo se convirtió en un espectador ajeno a todo salvo aquellas pupilas hipnotizadoras. El vampiro de la gabardina se acercó hasta que estuvo a escasos milímetros del oído derecho del su joven hermano de sangre y le susurró suavemente: “bienvenido”. Se giró dispuesto a marcharse con estudiada lentitud, pero una mano se lanzó hacia delante y rozó levemente la suya. Bajó la mirada, observó su mano y miró de nuevo hacia el rostro que seguía perdido en aquellos ojos inmensos, imponentes. Sus propios ojos que ahora veía reflejados en aquellas pupilas de color verde.


El vampiro salió de su trance para descubrir que no tenía a nadie delante. Supo que no había sido su imaginación porque aún podía deleitarse en la fría sensación que sus dedos guardaban tras haber acariciado la mano de aquel desconocido. Se sentía tan descolocado como sorprendido por las emociones que le habían embargado. No sabía qué esperar y ni cómo actuar. Prefirió escapar de allí lo más rápido posible al amparo de las sirenas que recorrían la ciudad y las sombras que acechaban y observaban.


2 comentarios:

Sufur dijo...

Diableriiii-eeee...

Sufur dijo...

Por cierto, estaba mejor el angelito