23 octubre, 2006

El vampiro ataca de nuevo

Logroño, 22 de octubre de 2006

El vampiro sintió de nuevo la misma satisfacción y el mismo hastío hacia sí mismo por lo que iba a volver a hacer. Se había prometido que ya era suficiente, que no lo necesitaba más, pero aún así allí estaba, acechando tras una esquina mal iluminada a su siguiente víctima. Y una vez más se dijo que sería el último, que no habría más, no lo necesitaba. Era un niño rubio de ojos azules que jugaba con un camión de juguete en el portal de su casa. A pesar de las horas de la noche que eran, seguía en la calle, disfrutando del frescor otoñal que soplaba en las calles. No había nadie a la vista, por lo que era tan sencillo que el vampiro casi quiso reir de satisfacción anticipada. Extendió sus colmillos, se acercó sigilosamente y antes de que el niño fuera consciente de quién le atacaba, su sangre bombeaba hacia la boca de su depredador. Como en las ocasiones anteriores era fresca y deliciosa, más que la de los adultos que solía preferir como rebaño. Sorbió despacio, alejándose de la luz para poder disfrutar con tranquilidad de su sabroso bocado y no ser molestado por ningún adulto preocupado. Los niños, tan inocentes, tan infantiles, con aquellas caritas redonditas y esos ojos profundos que te miraban siempre como si fuera la primera vez. Tan detestables, tan llorones, tan predecibles y tan inmaduros. Versiones miniaturizadas de nosotros mismos en las que nos refugiamos para creer que no perdemos la fase más cómoda de nuestras vidas, en las que las preocupaciones son nimias y los pensamiento futuros se reducen a unas cuantas horas más allá.

El vampiro se forzó a separarse del cuello del que aún manaba un hilito de sangre. El corazón del pequeño apenas latía, pero podría sobrevivir con una buena transfusión y despertar del peligroso coma provocado por el shock. Cayó al suelo como un muñeco viejo despreciado por su dueño, que se limpiaba con cuidado y delicadeza las comisuras de los labios. Éste se alejó de la zona asegurándose de hacer algo de ruido para llamar la anteción sobre el despojo que había dejado tirado. No quería que el niño muriese, pero al menos sí dejarlo incapacitado durante un tiempo. La deliberada afición por anular niños tenía una parte negativa, pero por el momento le hacía sentirse libre y completo. Era su elección, o al menos eso creía. Sin embargo, a veces, una vocecilla interior le decía que se hacía un poco más viejo con cada asalto y que perdía una parte de sí. Pero era una vocecilla que enmudecía rápido o se veía relegada a un segundo plano cuando otras más potentes entraban con fuerza. Qué más daba, ya estaba hecho y no sería necesario volver a repetirlo... Ya se sentía completo, al menos en la mayor parte de sus sensaciones. No sería necesario, no.


¿O sí?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Puagch, qué asco, niños crudos. Menudos repeluznos me entran sólo de pensarlo. Con lo crujientitos que están al horno...