22 junio, 2006

Siempre se van los mejores

Miércoles, 21 de junio de 2006

Una frase un tanto manida, pero que cuando te toca, comprendes en toda su magnitud. Y no es sólo por querer engrandecer la memoria de la persona que nos ha dejado, sino porque realmente creemos que esa persona era buena, muy buena, mejor.

He de reconocer que la relación con mi abuelo, como la de mucha gente, ha tenido mis más y mis menos. Mis abuelos maternos siempre han sido cercanos para nosotros, porque son de un pueblo cercano (Arnedo, a unos 50 km) y porque la sensación de familia en la rama materna, siempre ha estado muy presente. En verano, prácticamente todos los domingos íbamos a Arnedo a comer a la pequeña huerta que tenían. Recuerdo el calor, las caminatas por el monte cercano, los postres de mi abuela (esa natilla en la que casi se podía dejar clavado el cuchillo), el rancho con caracoles, los ajos y las cebollas asadas a la brasa... Cuando nos íbamos a la playa, siempre venían con nosotros, convirtiendo esos días en la típica escena de matrimonio con hijos y abuelos buscando un sitio donde clavar la sombrilla, con helados al atardecer en el paseo marítimo, con una moneda de 100 pesetas de paga para mí y para mi hermano. Son dulces recuerdos que no olvidaré y que no los estoy desdibujando por la sensación de pérdida, sino que realmente eran así y ciertamente lo disfrutábamos, todos.

Crecí. La adolescencia te aleja de tu niñez y en parte también de tu familia. Dejé de ir los domingos a comer al pueblo en verano, los últimos años ni iba con ellos en vacaciones, pero no por algún problema familar, sino porque yo prefería estar con mis amigos y tanto mis padres como mis abuelos lo entendieron y lo respetaron. Comprendían que formaba parte de mi desarrollo el desapego familiar, que no la desunión. En aquella época empezaron los cumpleaños de toda la rama materna que vive en Logroño. Generalmente unas 15 personas entre hijas, maridos y nietos. Cenas que, como en Navidades, eran pura diversión y alegría. No he conocido cenas con menor cantidad de malos rollos familiares. Posiblemente podríamos haber protagonizado algún anuncio ñoño de champán o turrones, pero me sentía integrado, querido, parte de la familia y feliz de serlo. Cuando mi abuelo empezó a estar peor y dejamos de celebrar los cumpleaños, los echaba mucho de menos y los sigo echando. Espero que los recuperemos algún día.

Hace cuatro años comenzó el largo camino que esta noche ha terminado. El diagnóstico del cáncer recuerdo que me dejó un tanto descolocado, porque era una de esas enfermedades que les pasan a otros, no a tus familiares. Y menos a un abuelo que con 85 años ha estado toda su vida trabajando y llevando su huertita, ayudando a su mujer... En fin, todo un luchador. Te das cuenta de que es una enfermedad injusta, pero te haces a la idea de que por mucho que rabies va a seguir estando ahí. Pero aún así mi abuelo no dejó de ser luchador. Cuando parecía que estaba todo perdido y que casi no se podía hacer nada, una recuperación que casi se puede considerar milagrosa (aunque todos creemos que el hecho de que mi abuela estuviera a su lado muchas horas fue un importante factor) le sacó adelante, no bien, pero adelante. Han sido cuatro años de muchos médicos, intervenciones sencillas para desobstruir los canales taponados, cambios de medicación contínuos...

Esta última fase fue un nuevo reacercamiento. Pasaban algunos meses en casa de cada hija y cuando lo hacían en la mía, pese al evidente engorro de tener a dos personas más en casa y tener que ceñir tus horarios a los suyos, consiguió que retomásemos una frágil relación de abuelos-nieto que no por leve era menos interesante. Hablábamos poco y desde luego no entrábamos en profundidades, pero me hacía recordar esa sensación de familiaridad, de grupo, de cosanguineidad. En sus comentarios acerca de lo importante de la unión de la familia, de no discutir con mis padres, se formaba un entendimiento un tanto sobreentendido que no necesitaba palabras muchas veces, que permitía la libertad de hacer lo que la otra parte quisiera sin dar explicaciones, sabiendo que tampoco iba a obrar mal. Me veían entrar y salir, tornar, hacer y deshacer, pero sin cuestionarme nada. ¿Dónde vas? A hacer unos recados, yayo. Ah, vale, ya volverás. Y ya estaba, todo dicho sin decir.

Ahora está descansando. Los últimos días con los cuidados paliativos han evitado que sufriera innecesariamente, pero aún así era consciente de que se iba, que nos dejaba. No tenía cosas pendientes, pero supongo que nos ocurrirá a todos, siempre te queda la duda de qué pasará cuando yo no esté. Desde el lunes estaba sedado y hoy mismo me he acercado antes de comer a despedirme. A hacerlo real, a decirle adiós, o hasta luego. Al menos he podido hacerlo. Le he dicho que descansara, le he acariciado. Decía el médico que escucha lo que se le dice, que los sentidos siguen alerta (más o menos) y por eso es bueno hablarle, decirle que llegas, que te vas. Eso he hecho. Así que estoy satisfecho de haberme despedido aunque no me haya contestado.

Descansa por fin. Reposa por fin. Está tranquilo por fin. Yayo, te vamos a echar de menos, pero ahora que puedes, donde quiera que estés, tómate unos buenos vinos a nuestra salud y échate una partida de cartas con quien se anime. Nos veremos pronto, o tarde, o cuando sea. Soy de los que creen que tras la muerte hay algo más, que no somos sólo un conjunto de reacciones químicas que en un momento dado dejan de llevarse a cabo. Se puede llamar como quieras, pero en mi interior algo me dice que la muerte es sólo un paso a otro nivel, un escalón más en una escalera que no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Mi abuelo lo ha dado esta noche y ahora puede por fin descansar. Amen.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué decir.... hay un poema de Juan Ramón Jiménez que me hicieron leer, como tantos otros, en la escuela... los demás los olvidé todos, pero éste siempre lo he recordado cada vez que alguien cercano se me iba:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincon de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espiritu errará, nostalgico.

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

Anónimo dijo...

Me has emocionado (y eso, te aseguro, lo consiguen muy pocos a estas alturas). Te has tomado una despedida terrorífica con una actitud que levanta todos mis respetos, mis alabanzas, mis ánimos, mi apoyo.
Supongo -lo desconozco... todavía- que es uno de los momentos más jodidos en la vida de cualquiera, cuando se va su abuelo: pero en mi caso lo supongo porque me han criado ellos, que ahora están lejos.

Con ocho años, casi nueve, estando un día en casa a mi abuelo (que ya estaba enfermo cuando yo nací) le pegó una hostia más a la patata... mi abuela me llamó para que saliera corriendo a buscar a una doctora que había cerca y corrí como no he corrido en toda mi vida: cuatro pisos para abajo, dos cuestas del 15% para arriba, 6 pisos para arriba a buscar a la doña... y vuelta. Se salvó, claro. Y ese día mi abuela me dijo que si no hubiera corrido como lo hice igual no se salvara... así que pensé que, si en otra ocasión no podía correr, podría morirse. Y decidí estudiar: a los 14 años estaba en el grupo juvenil de salvamento de protección civil, a los 15 en socorristas acuáticos de las playas abiertas de Bizkaia (FVSS). E incluso pensé en medicina, pero se me fueron las ganas. Y ahí sigue el hombre, en su cama inmóvil después de un infarto cerebral hace unos añitos y la buena de mi abuela, casi más jodida que él, luchando por los dos, a 600KM de distancia de nosotros. Ahora es seguro que no podré llegar a tiempo si he de salir corriendo.

Así que, sin ser del todo correcto, me siento próximo a tu forma de ver las cosas ahora. Las cosas que se pierden cuando alguien cierra los ojos y dice hasta siempre. Y me callo ya, porque me estoy hasta emocionando recordando lo que has escrito... recuérdame, cuando nos veamos, que nos tomemos unas copas a su salud: a la salud de esa tercera generación que, sin quererlo quizá, nos marca más que otras. Eres un tipo valiente, Robin.

Anónimo dijo...

Por lo visto no ha aparecido el mensaje que puse antes...

Mis condolencias, Rob, y ya sabes que para lo que quieras, aquí estoy.

Un abrazo muy grande.