03 septiembre, 2006

Un relato... fantástico?

Sábado, 2 de septiembre de 2006

Salí apresuradamente a la calle y me subí el cuello de la gabardina de cuero negro que me protegería de la incesante lluvia que caía sin cesar sobre el asfalto de la ciudad. Caminaba apresuradamente, sin fijarme hacia dónde porque era lo que menos me importaba. Mis manos no acertaban con los botones debido al temblor nervioso que me invadía y tuve que detenerme en una esquina a recuperarme un poco antes de seguir avanzando, esta vez dirección a mi casa. Captaba o creía captar retazos de pensamientos ajenos, de los transeúntes con los que me cruzaba: “¡Vampiro!” “¡Sanguijuela chupasangre!” “¡Asesino, has matado a un ángel!”. Con los ojos desorbitados por el miedo y la paranoia, comprobé que habían sido imaginaciones mías, fantasmas de mi mente perturbada por lo que acababa de hacer. Nadie me observaba ni me apuntaba con el dedo, todos corrían con prisa y la cabeza baja. Al cruzar una carretera me salvé por los pelos de ser arrollado por un autobús, ni me había fijado en las luces deslumbrantes, mi espíritu sólo estaba centrado en la escena que acababa de vivir, repitiéndola una y otra vez.

Recordaba la dulce sensación de felicidad, el éxtasis del placer celestial. Recordaba cómo mis manos habían acariciado un cuerpo de piel sedosa, un cabello rubio como el trigo en agosto, unas manos suaves que recorrían mi espalda. Recordaba sentir un cuerpo caliente sobre el mío siempre frío, una boca que me buscaba con ansia y me encontraba, recordaba unas palabras susurrantes en mi oído que excitaban mi imaginación hasta límites insospechados. Recordaba después un abismo infinito abriéndose a mis pies, una pena insondable embargándome, recordaba haber perdido la razón y dejarme llevar por el dolor. Después, me vestía y salía a la calle.

Rebusqué en el bolsillo las llaves de mi apartamento y rocé el filo del cuchillo que me había llevado intentando ocultar mi crimen y mi vergüenza. Saqué la mano y vi que había vuelto a mancharme con la sangre que impregnaba la hoja maldita que había atravesado la carne como si cortase mantequilla. Busqué con más prisa el llavero y me deslicé en la tranquilidad de mi hogar justo cuando las primeras lágrimas corrían por mis mejillas como ríos desbordados. Me las sequé con la manga y lloré hasta caer al suelo de pura impotencia. Me desahogué durante un tiempo que me pareció eterno y cuando alcé los ojos, se me habían secado por completo. Entré en el baño aún vestido y me deshice con cuidado de la gabardina. El espejo me devolvió la imagen de un fantasma, con la mirada vacía y vidriosa. La camisa, antes blanca y elegante, era testigo y prueba de lo que había ocurrido esa noche infame, una noche que no desaparecería de mi memoria por mucho que lo intentase. Las manchas de sangre se habían extendido hasta teñir las mangas y el desgarrón a la altura del pecho indicaba dónde me había clavado el cuchillo y había hurgado hasta encontrar lo que buscaba. De nuevo, tras creer que había encontrado la paz y la alegría, volvía a convertirme en un muerto en vida, un zombi sin mente que vagaba por las calles sin rumbo fijo. Yo mismo me había labrado mi propio destino al dejarme llevar por mis pasiones incontroladas y mis sentimientos desatados.

Yo mismo me había arrancado el corazón y lo había aplastado con mis propios pies.

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